El filósofo neoplatónico Porfirio (232-304 d.C.) era discípulo de Plotino. En sus escritos se diferencia perfectamente la noción de lo divino y lo no-divino. A pesar de ser algo reacio a la teurgia (al contrario que su camarada Jámblico), Porfirio coincide básicamente con la noción que había sobre los demonios en el mundo griego. Podemos comprobarlo a continuación en un fragmento de su obra:
Nos resta, además, la multitud de divinidades invisibles, a los que Platón, de un modo indistinto, ha llamado demonios. Entre ellos, unos reciben su nombre de los hombres y obtienen en cada pueblo honores iguales a los dioses y el resto del culto; otros, en su mayor parte, no reciben nombre alguno, sino que en aldeas y en algunas ciudades reciben, por obra de algunas personas, un nombre y un culto obscuros. El resto de la multitud se denomina comúnmente con el nombre de demonios, y respecto a todos ellos existe el convencimiento de que pueden causar daño, si se irritan por un desprecio y por no recibir el culto fijado por la ley, y, por el contrario, pueden otorgar un beneficio si se les propicia con votos, súplicas, sacrificios y las prácticas cultuales que ellos conllevan. Resultando confusa la idea que de ellos se tiene, hasta el punto de caer en un gran descrédito, necesario se hace diferenciar su naturaleza de un modo racional.
Quizá es necesario, dicen, desvelar el origen del error existente entre los hombres sobre el tema. Hay que establecer, pues, una distinción. Todas las almas que se originan del alma universal admistran grandes espacios de las regiones sublunares, apoyándose en su soporte neumático, al que dominan gracias a la razón, y hay que considerar que ellas son los demonios buenos, por gestionarlo todo en beneficio de sus administrados, ya se encarguen de determinados animales, ya de las cosechas que se le hayan encomendado, ya de otros fenómenos que a éstas contribuyen, como las lluvias, los aires moderados, el buen tiempo, ya de otros aspectos que a éste colaboran, como las temperaturas de las estaciones del año, ya, en fin, tengan que ver con las artes, bien se trate de las artes liberales, de la educación en general, de la medicina, de la gimnasia o de cualquier otra disciplina parecida.
Es imposible, en efecto, que éstos nos procuren ayudas, por un lado, y que sean causantes de maldad, por otro, en los mismos seres. Entre éstos hay que contar también a los transportadores (¿nuncios? ¿ángeles cristianos?), como dice Platón, que anuncian “a los dioses los actos de los hombres y a los hombres los de los dioses”, y elevan nuestras plegarias ante los dioses, como ante unos jueces, manifestándonos, a su vez, mediante los oráculos, los consejos y advertencias de aquéllos. Por otra parte, todas las almas que no dominan su corriente contigua de aire, sino que en su mayor parte son dominadas por ella, son ajetreadas y zarandeadas en exceso por este mismo motivo, cada vez que los arrebatos y los deseos de la corriente de aire toman impulso. Estas almas también son demonios, pero con todo merecimiento pueden recibir el nombre de malvados.
Son también, todos éstos, y los dotados de una propiedad contraria, invisibles e imperceptibles por completo a los seres humanos (Jámblico, De mysteriis), porque no están revestidos de un cuerpo sólido, ni todos tienen una misma forma, que quedan impresas en el elemento neumático, y a la vez lo configuran, unas veces aparecen y otras permanecen invisibles; a veces también cambian sus formas, los peores, al menos. En lo que respecta al elemento neumático, en la medida en que es corpóreo, está expuesto a la pasión y a la corrupción. Pero al tenerlo encadenado las almas, de modo que su apariencia permanece durante mucho tiempo, no es eterno. Porque es verosímil que continuamente tenga flujos y se nutra. El cambio de los buenos démones se realiza con una estructura proporcionada, como corresponde a los que dejan ver sus cuerpos; entre los malvados, se efectúa sin proporción, porque expuestos mayormente a la pasión, habitan un lugar próximo a la tierra y no hay delito alguno que no intenten cometer.
Porque teniendo un carácter totalmente violento y engañoso, pues no está sometido a la vigilancia de una divinidad superior, realizan la mayor parte del tiempo ataques violentos y repentinos, a la manera de emboscadas, en parte por intentar pasar desapercibidos, en parte por ejercer su violencia. Por ello son intensas las pasiones que ellos infunden. Pero los remedios y las correcciones de los demonios superiores parecen demasiado lentas. En efecto, todo el bien, al ser dócil y uniforme, progresa ordenadamente y no sobrepasa lo debido. Al pensar de este modo, será imposible que puedas incurrir en el más absurdo de los hechos: concebir las maldades entre los buenos demonios y las bondades entre los malos. Porque no solo el razonamiento es absurdo en este punto, sino que también la mayoría concibe unas ideas pésimas sobre los dioses y las infunde entre el resto de los hombres.
Hay que dejar sentado que éste es el único daño de los máximos perjuicios que podemos recibir de los demonios malvados: el que, resultando ser ellos mismos los responsables de los padecimientos que se ciernen sobre la tierra (como por ejemplo, epidemias, malas cosechas, terremotos, sequías y otras calamidades por el estilo), nos convencen de que los causantes de éstos son precisamente los autores de sus hechos contrarios. Se autoexcluyen, pues, en cuanto a responsabilidad y se afanan por conseguir este logro primordial: pasar desapercibidos en sus fechorías. A continuación, nos inducen a dirigir súplicas y sacrificios a los dioses bienhechores, como si estuvieran irritados. Adoptan estas y semejantes actitudes con la intención de desviarnos de nuestra recta reflexión sobre los dioses y convertirnos a ellos. Porque ellos se alegran por todo lo que resulta tan desproporcionado y tan desordenado y, poniéndose, por así decir, las caretas de los otros dioses, sacan provecho de nuestra irreflexión: se ganan a las masas, encendiendo los apetitos de los hombres con deseos amorosos y con ansias de riquezas, poderes y placeres, y con vanas opiniones también, de las que nacen las revueltas, las guerras y otras calamidades de su misma naturaleza.
Y lo más terrible de todo: avanzan todavía más e intentan convencernos de hechos semejantes incluso respecto a los dioses más importantes, hasta el punto de envolver en estas acusaciones al dios supremo, por cuya causa precisamente aseguran, todo está revuelto de arriba abajo.Y esto no les pasa solamente a los simples ciudadanos, sino también a bastantes de los que se dedican a la filosofía. La causa de ello es recíproca. En efecto, entre los filósofos, los que no se han apartado del curso común de la vida han coincidido en las mismas apreciaciones que la mayoría y, por su parte, la muchedumbre, al recibir información (concordante con sus propias ideas) de personas que parecen ser prudentes, se ven forzados aún más que sostener tales reflexiones en torno a los dioses.
Porque la poesía ha inflamado también las opiniones de los hombres con el uso de un lenguaje creado para impresionar y encantar y capaz de infundir asombro y crédito sobre los hechos más imposibles, siendo así que hay que tener firme el convencimiento de que el bien jamás perjudica y de que el mal jamás beneficia. La frialdad, como dice Platón, no tiene que ver con el calor sino con su contrario. Por supuesto, lo más justo de todo, por naturaleza, es lo divino; de otro modo, no sería divino. Por consiguiente, es necesario quitar esta facultad y función de los demonios bienhechores, porque la propiedad de dañar por naturaleza y por voluntad es contraria a la propiedad bienhechora y los aspectos contrarios no pueden darse en un mismo hecho. En muchas partes maltratan estos demonios al género humano, y a veces también en grandes extensiones, porque no es posible que de ningún modo los buenos demonios (considerados uno a uno) descuiden sus competencias.
Antes bien, en la medida de sus posibilidades, nos informan previamente de los peligros que nos amenazan de los demonios malvados, revelándonoslos por medio de sueños, por un alma inspirada, por la divinidad o bien por otros muchos medios de revelación. Y si cada uno fuera capaz de distinguir las señales que nos envían, todos conocerían los peligros y se guardarían de ellos. Porque a todos les manifiestan los signos, pero todo el mundo no comprende su mensaje, ni tampoco todo el mundo puede leer lo que está escrito, sino el que ha aprendido por las letras. Sin embargo, por la intervención de los demonios contrarios se realiza todo tipo de sortilegio. En efecto, a éstos veneran, y especialmente a su jefe, los que cometen actos delictivos, valiéndose de prácticas de encantamiento. Éstos están, en efecto, llenos de recursos para despertar todo tipo de fantasía y están capacitados para engañar a las gentes con sus artes mágicas. Por su influencia los desgraciados preparan filtros y pócimas amatorias. Porque todo tipo de intemperancia, esperanza de riqueza y de gloria se debe a ellos, y sobre todo el engaño, pues la falsedad es una de sus propiedades.
Quieren ser dioses y la facultad que domina en ellos quiere pasar por ser la divinidad suprema. Se alegran éstos “con la libación y el olor de la grasa quemada”, con los que engorda la parte neumática y corporal de su ser. Porque esta parte vive de los vapores y exhalaciones de diverso tipo que emanan de variados objetos, y se robustece con el olor de la sangre y carnes quemadas. Por ello el varón inteligente y sensato se guardará de la práctica de tales sacrificios, que pueden acarrearle tales demonios. Se esforzará por purificar su alma por todos los medios; los malos demonios no atacan un alma pura a causa de la disimilitud existente con ellos. Pero si es necesario también para las ciudades apaciguarlos, eso no nos incumbe a nosotros.
Pues en ellas la riqueza, las comodidades externas y corporales son consideradas como bienes y, como males, sus contrarios, pero ni la más mínima preocupación se da en ellas sobre el alma. Por nuestra parte, en la medida de nuestras fuerzas, no necesitaremos lo que éstos nos ofrecen; al contrario, pondremos también nuestro empeño en diferenciarnos de los hombres y demonios malvados y, en general, de todo lo que se complace con lo caduco y material. Por tanto, haremos también nosotros nuestros sacrificios de acuerdo con las recomendaciones expresadas por Teofrasto. Con ellas estaban de acuerdo también los teólogos, conscientes de que cuanto más nos descuidamos por eliminar las pasiones de nuestra alma tanto más nos vinculamos a una potencia malvada, y, por ello, necesidad habrá de apaciguarla. Porque, como dicen los teólogos, los que están encadenados por la realidad externa y no dominan ya sus pasiones tienen necesidad también de apartar de sí esta potencia, porque, si no lo hacen así, no acabarán sus fatigas.
Por lo cual, incluso entre los encantadores, parece necesaria una precaución de este tipo, que no conserva, sin embargo, su eficacia por mucho tiempo, porque a causa de sus deseos desenfrenados incordian a los demonios malvados. Por consiguiente, la pureza no es cosa de encantadores, sino de hombres divinos y versados en los temas divinos, y a los que la practican les proporciona totalmente una defensa que resulta de su vínculo con lo divino. ¡Ojalá la practicaran constantemente los encantadores! No tendrían entonces deseos de ejercer sus sortilegios, al impedirles la pureza disfrutar de aquellos actos causantes de su impiedad. Por ello resulta que, al estar llenos de pasiones, y abstenerse por un momento de alimentos puros, como están llenos de impureza, pagan por las transgresiones que cometen contra todo orden de cosas, unas veces por obra de las mismas personas a las que provocan, otras por la intervención de la justicia que supervisa todos los aspectos mortales, tanto actos como pensamientos.
La pureza interna y externa, pertenece, pues, al hombre divino, que se preocupa por mantenerse ayuno de las pasiones del alma, y ayuno también de los alimentos que provocan las pasiones, pero alimentado del conocimiento de las cosas divinas; que intenta asemejarse a la divinidad, gracias a sus rectos pensamientos sobre lo divino. Se trata también de un hombre que se consagra con un sacrificio intelectual; que se acerca a la divinidad con un vestido blanco, con una impasibilidad anímica realmente pura y con un cuerpo liviano, porque no se ve agobiado por el peso de los juegos foráneos, de procedencia extraña, ni por el peso de las pasiones anímicas.
Pero realmente todo nuestro cuerpo sensible lleva en sí emanaciones de los demonios materiales, y, juntamente con la impureza debida a la carne y a la sangre, se presenta una potencia, amiga y cooperadora suya, por su semejanza y afinidad. Rectamente, por ello, los teólogos se preocuparon de la abstinencia y el Egipcio (Hermes Trimegisto) nos manifestó estos datos, aportándonos una causa natural, que había comprobado experimentalmente. Puesto que un alma vil e irracional, que abandona el cuerpo, al haber sido arrancada violentamente, permanece junto a éste (porque igualmente las almas de los hombres que murieron violentamente se mantienen junto al cuerpo), este hecho pondría de manifiesto el impedimento para que alguien se escape violentamente fuera del cuerpo.
Por consiguiente, cuando se producen las muertes violentas de animales, obligan a sus almas a deleitarse con los cuerpos que abandonan, y ya no encuentra el alma impedimento alguno para estar donde la atrae lo que le es afín por naturaleza. Es por esto por lo que se les ha visto a muchas lamentarse, y también por ello las almas de los que no reciben sepultura permanecen junto a los cuerpos. De estas, precisamente se sirven los encantadores para su uso personal, reteniéndolas a la fuerza por la posesión del cuerpo o de parte del cuerpo. Por tanto, porque nos manifestaron estos hechos (la naturaleza de un alma vil, el parentesco y el placer que experimenta con los cuerpos de los que ha sido arrancada), rehusaron convenientemente comer carne, para no verse importunados por unas almas ajenas por medios violentos e impuros a lo que es connatural a ellas, ni impedidos de acercarse solos a la divinidad, en el caso de que los molestaran unos demonios con su presencia.
Quienes trataron de conocer las potencias que hay en el universo ofrendaron sacrificios sangrientos, no a los dioses, sino a los demonios, tal como ha quedado confirmado por los propios teólogos. También nos recuerdan éstos que, entre los demonios, unos son malvados y otros benéficos. Y éstos no nos molestarán, si les ofrendamos únicamente los productos que comemos y con los que nutrimos nuestro cuerpo y nuestra alma.
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