Del amplio y variado espectro de la
superstición sin duda la astrología y la magia fueron dos de sus
principales pilares. Pero no nos equivocaríamos si no tuviéramos
presente diferentes niveles cualitativos, tanto en una como en otra,
en función no solo de quienes las practicaban y recurrían a ellas,
sino también de las diferentes doctrinas de conocimiento. Babilonia
fue el primer pueblo en estudiar los astros; los sacerdotes, quizá
como supone Diodoro desde los ziggurats, observaban y anotaban los
movimientos de las estrellas y, sobre todo, de los planetas.
Prácticas astrológicas se dieron entre los asirios, hititas y los
habitantes del sur de Arabia. Fue basándose en cálculos
astronómicos babilónicos como el filósofo Tales de Mileto, que
pudo predecir un eclipse de sol en el año 585 a.C. Algo más tarde,
a partir del siglo VI, cuando el estudio de los planetas había
progresado considerablemente, las constelaciones comenzaron a ser
aplicadas a los temas de genitura individual. El círculo de los doce
signos del zodiaco fue elaborado a partir de ciertas constelaciones
que los babilonios conocían ya en el siglo V. En este sentido,
conviene recordar que el primer horóscopo conservado sobre una
tablilla cuneiforme data solo del año 410 a.C.
Pero fue en época helenística y
gracias a la astronomía matemática de los griegos cuando comienzan
a ser perfeccionadas las previsiones astrológicas de los sacerdotes
babilonios, los célebres “caldeos”. Es en este nuevo periodo
cuando encontramos los primeros textos astrológicos propiamente
dichos. El sacerdote caldeo Berosio, según las fuentes, había
fundado en la isla de Cos (famosa por su escuela de medicina), en
época de Antíoco I, una escuela astrológica donde se formaron
figuras tan destacadas como Antipater de Tarso o Atenodoro.
Evidentemente no podemos considerar a Berosio como el único sabio
que transmitió al mundo helénico esta parcela de la ciencia
babilónica. También Epigenes, Apolonio de Myndos o Critodemo fueron
celebrados por haber impulsado estas enseñanzas. Pero a este triunfo
contribuyeron, en no poca medida, las escuelas astrológicas
egipcias. Procedente del Oriente, la astrología asumió en este país
algunas formas muy peculiares, como los 36 decanos (el decano era un
tercio de signo, equivalente a diez grados del zodiaco) o la Sphera
Barbarica. No faltaron filósofos griegos que, llegados de
Egipto, se interesaron por la ciencia astrológica, como Eudoxo de
Cnido o, en época helenística, Hecateo de Abdera. En el siglo III
Alejandría, capital de las ciencias, era ya foco de atención de los
astrólogos de la época.
En el siglo II a.C. circulaba por
Egipto una compilación atribuida popularmente al sacerdote Pétosiris
y al rey Néchepso y que contenía elementos de una astrología
“hermética”, así llamada pues Hermes-Tot, el Trismegisto,
reclamaba para sí el honor de haber revelado a los hombres la
matemática sideral. Sin embargo, debemos de considerar también
algunos factores que propiciaron el triunfo de la astrología en
época helenística como, por ejemplo, la teosofía astral elaborada
desde los tiempos de Platón. En el Timeo se califica a los
astros de “dioses visibles” dotados por el demiurgo de alma; en
el Fedro el “ejército de los doce dioses” no es sino una
alusión al zodiaco, lo mismo que, en Las Leyes, la división
de la ciudad en doce partes. El interés de la Academia por la
astrología no decayó después de Platón; Filipo de Oponto, autor
de Epinomis, o Hermodoros con su obra Peri mathemáton
así lo ponen de manifiesto.
Uno de los ámbitos donde la astrología
fue aplicada con mayor frecuencia fue el político y militar. Las
fuentes tardías pretenden que Filipo y Olimpia, los padres de
Alejandro, recurrieron a los servicios de un astrólogo egipcio.
Nectanebo, quien indicó el momento preciso en el que debía
producirse el nacimiento para que el recien nacido tuviera un
espléndido futuro. También relatan como tras la invasión de
Persia, los caldeos mostraron su buena disposición hacia Alejandro a
cuyo servicio pusieron sus poderes adivinatorios. Sin embargo, esas
mismas fuentes también ponen de manifiesto el conflicto entre el
racionalismo griego, representado entre otros por el filósofo
Anaxarco, y el sacerdocio babilónico. Diodoro (XVII, 112 ss.)
describe la polémica de la siguiente forma:
Cuando Alejandro oyó de Nearco la
profecía de los caldeos, se asustó, y cuando más reflexionaba
sobre la sagacidad y la reputación de estos hombres, más se
acongojaba su alma. Terminó por enviar a la mayor parte de sus
amigos a la ciudad, mientras él evitaba alcanzar Babilonia, tomando
un camino a través, y acampó sus fuerzas a unos doscientos
estadios, y se mantuvo allí quieto. Todos se extrañaban y muchos
griegos acudieron a visitarle, y entre otros el filósofo Anaxarco y
sus amigos. Al conocer éstos el motivo de esta acción, recurrieron
a sus razonamientos filosóficos y lograron hacerle cambiar de
opinión totalmente, de suerte que despreciaba toda arte adivinatoria
y en especial la que gozaba de mayor estima por parte de los caldeos
(Diodoro XVII, 112. 4-5).
No obstante es difícil saber con
seguridad hasta qué punto merece crédito este tipo de relatos.
Desde luego no debieron ser pocas las leyendas de contenido mágico y
astrológico que rodearon a Alejandro y sabemos que, quizá por ello,
el emperador Septimio Severo (193-211 d.C.) ordenó depositar una
importante colección de escritos mágicos en la tumba de Alejandro,
que fue abierta a tal efecto. Durante la época de los diádocos, la
influencia de los astrólogos fue en continuo aumento. Antígono y
Seleuco recurrieron a ellos en sus enfrentamientos, según nos dice
Diodoro. Seleuco les consultó también durante la fundación de la
ciudad de Seleuceia, no lejos de Babilonia, lo que debió ser
considerado por los astrólogos como una amenaza para su ciudad y
trataron por ello de impedir. Solo cuando el monarca les garantizó
su inmunidad, le respondieron:
La suerte fijada por el destino,
rey, sea para mal o para bien, no es posible que hombre o ciudad
alguna la cambie. Existe un destino para las ciudades igual que para
los hombres. Y los dioses decidieron que esta ciudad perdure durante
largo tiempo, ya que fue empezada a la hora en que empezó (Apiano,
Syr., 58).
En el relato de Apiano no es difícil
reconocer algunos rasgos legendarios e incluso novelescos destinados
quizá a poner de manifiesto el respeto de los seléucidas por el
clero babilonio. Pero estas palabras reflejan muy bien el fatalismo
astrológico que regía no solo la vida del hombre, sino también la
existencia de las ciudades. Estos “horóscopos de la ciudad”
circularon de forma particularmente intensa a finales del periodo
helenístico. Cabría citar, por ejemplo, el estudio astrológico de
Lucio Tarucio (amigo de Cicerón), Chaldaeicis rationibus
eruditus, según el cual la fundación de la ciudad de Roma por
Rómulo se había producido mientras la luna se encontraba en la
constelación de Libra. El interés de los gobernantes de la época
por la astrología queda puesto de manifiesto en las acuñaciones
monetales (especialmente en Alejandría y en las cecas de Siria),
donde con frecuencia aparecen símbolos zodiacales o planetarios.
También la arquitectura y la pintura lo reflejan; los Ptolomeos
ordenaron reproducir en los muros de los templos de Esna y Dendera
las constelaciones zodiacales.
En otros estados helenísticos se
percibe esa misma influencia. Uno de los más estrechos colaboradores
de Atalo I, el “adivino caldeo” Sudines, cuyos tratados
astrológicos eran consultados aún cuatrocientos años después por
Vettius Valens, participó junto al monarca en la guerra
contra los gálatas (240 a.C.). En Nemrud-Dagh, en el pequeño reino
de Commagene, fue hallado en un monumento sepulcral un bajorrelieve
(de 1,70 de alto x 2,40 de largo) que representa a un león
constelado que muestra el creciente lunar y tres planetas. Unos han
considerado que se refiere al horóscopo del rey Antíoco I de
Commagene (muerto en el año 34 a.C.), mientras otros creen que se
refiere a la fecha de su coronación. En opinión de O. Neugebauer y
H. B. van Hoesen (en su obra Greek Horoscopes), se trataría
en cualquier caso del primer horóscopo griego conservado, que ellos
datan en el año 61 a.C. La irrupción de la astrología en el
pensamiento griego se manifiesta en los debates de que fue objeto por
parte de las principales escuelas filosóficas de época helenística.
Hemos de tener presente que la astrología no era solamente un método
adivinatorio, sino que implicaba una concepción religiosa del
universo y así, los libros herméticos a los que antes aludíamos
constituían una completa teología revelada por los dioses.
Todo parece indicar que fue Zenón,
fundador de la doctrina estoica, uno de los primeros defensores de la
astrología. Dicha escuela acabaría siendo la que en mayor medida
justificó la validez de esta ciencia, como se puso particularmente
de relieve en los numerosos tratados del estoico Posidonio de Aparmea
(130-50 a.C.). Por su parte, la literatura helenística nos ha dejado
los Fenómenos de Arato (310-240 a.C.), un poema astrológico
de extraordinaria popularidad y poderosa influencia aún en época
romana, como se desprende de las numerosas traducciones y comentarios
realizados hasta la época árabe. Merecen recordarse, en este
sentido, las traducciones latinas de Varrón, Cicerón y Germánico
(sobrino e hijo adoptivo del emperador Tiberio) o el de astris
de Julio César, inspirado en él. También el célebre poema de
Manilio (Astronomica) es deudora de la obra de Arato. Arato
fue discípulo de Beroso en la isla de Cos, estableciéndose hacia el
año 291 a.C. en Atenas, donde frecuentó la escuela peripatética de
los discípulos de Aristóteles y, sobre todo, el círculo de Zenón;
sin duda Arato encontró en el destino del credo estoico un excelente
apoyo filosófico para el fatalismo astrológico en el que ya se
había formado. Desde Atenas se dirigió a la corte del monarca
macedónico Antigono Gonatas, siendo bajo su mecenazgo (276 a.C.)
cuando compuso sus Phaenomena a partir del tratado del mismo
título de Eudoxo.
La obra de Arato no está desprovista,
por su enfoque estoico, de un contenido religioso: un Zeus
benevolente y compasivo está, desde el proemio, continuamente
presente en ella:
Comencemos por Zeus, a quien jamás
los humanos dejemos sin nombrar. Llenos están de Zeus todos los
caminos, todas las asambleas de los hombres, lleno está el mar y los
puertos. En todas las circunstancias, pues, estamos todos necesitados
de Zeus. Pues también somos descendencia suya. Él, bondadoso con
los hombres, les envía señales favorables; estimula a los pueblos
al trabajo recordándoles que hay que ganarse el sustento; les dice
cuándo el labrantío está en mejores condiciones para los bueyes y
para el arado, y cuándo tienen lugar las estaciones propicias para
plantar las plantas así como para sembrar toda clase de semillas.
Pues él mismo estableció las señales en el cielo tras distinguir
las constelaciones, y se ha previsto para el curso del año estrellas
que señalen con exactitud a los humanos la sucesión de las
estaciones, para que todo crezca a un ritmo continuo. A él siempre
lo adoran al principio y al final. ¡Salud, padre, prodigio infinito,
inagotable recurso para los hombres, salud a ti y a la primera
generación! (Arato, Phaenomena. 1-17).
No faltaron, fuera de los círculos
estoicos, otros apoyos a la astrología científica. Un astrónomo
tan destacado como Hiparco de Nicea (siglo II a.C.), comentarista,
por cierto, de la obra de Aratos, consideraba que los astros no eran
solo objeto de conocimiento racional, sino también medio de
conocimiento irracional y creía –en una línea de pensamiento
aparentemente platónica- que las almas humanas eran partículas de
fuego celeste.
La astrología llegó a Roma ya en
época helenística favorecida por el creciente interés que
despertaba la ciencia griega. Ennio cita en una de sus obras a los
astrólogos (junto a otros adivinos), pocos años antes de que el
pretor peregrino Cn. Cornelio Hispalo ordenara, mediante un edicto,
expulsarlos de Roma e Italia en un plazo de diez días (139 a.C.).
Pero hubo dos factores que contribuyeron en Roma a su rápida
propagación. El primero de ellos fue el apoyo prestado por la
filosofía estoica a esta disciplina; cada individuo es, a pequeña
escala, un modelo del universo y los fenómenos celestes se dirigen
al hombre para que éste pueda leer su futuro. La obra –ya citada-
de Posidinio de Apamea (135-51 a.C.), autor de cinco libros sobre
astología, parece haber sido determinante en esa colaboración.
Sabemos por el fr. 85 que el sabio griego visitó Gadir para estudiar
el fenómeno de las mareas interesado por la influencia de los
cuerpos celestes sobre la tierra. No se tardó, pues, en contar con
un respaldo científico a la teoría de que el cielo humano estaba,
de la misma forma, sometido a la influencia astral.
Pero también la aristocracia romana se
interesó a finales de la República por la astrología. Sila no dudó
en incluir en sus Memorias las predicciones de los caldeos, y
Cicerón recuerda en el De Divinatione (II, 47) las falsas
profecías de los astrólogos sobre la muerte de Pompeyo, Craso y
César. No obstante la influencia de esta disciplina era, en el
último siglo republicano, pese al interés de Varrón o Nigidio
Fígulo, bastante limitada; el término mathematicus está
ausente aún de la correspondencia de Cicerón que solo cita el de
astrologus en una ocasión. Es probable, pues, que ese interés
por la astrología se haya centrado, inicialmente, más en su
vertiente académica que práctica.
La situación comenzó a cambiar
considerablemente a partir de la época augústea. Muchos de los
familiares y amigos del círculo de Augusto estuvieron interesados
por esta materia; algunos de ellos creían firmemente que su destino
estaba determinado por las estrellas que dominaban en la hora del
nacimiento. Si analizamos la poesía de Horacio, Propercio u Ovidio
encontraremos gran cantidad de alusiones a términos o conceptos
astrológicos. En una de sus Odas, Horacio hace mención de la
similitud entre su horóscopo y el de su amigo Mecenas; los dos, en
distintas ocasiones, escaparon al peligro de la muerte y sabemos que,
pocos meses después de morir Mecenas, en el año 8 a.C., moría
también Horacio:
Me mire Libra o bien el formidable
Escorpión como signo dominante de mi hora natal o el tirano de la
onda esperia que es Capricornio nuestros astros conciértanse de modo
increíble: a ti Jove el refulgente te tuteló contra Saturno el
cruel y tardas hizo las alas de Hado cuando el teatro llenó el
pueblo tres veces con su aplauso crepitante (Odas II, 18,
17-24).
Propercio, utilizando tecnicismos
difícilmente inteligibles para los profanos, presenta en una de sus
Elegías al astrólogo babilonio Horo:
Cosas ciertas te diré, con firmes
pruebas, y si no, soy astrólogo que no sabe hacer girar las
estrellas en la esfera broncínea. A mí, que soy Horo, me ha
engendrado Orope babilonio, descendiente de Arquitas, linaje que se
remonta a nuestro antepasado Conón... Ahora han hecho de los dioses
medio de lucro y la órbita oblicua, y del jovial astro del padre de
los dioses y del violento Marte, y del de Saturno que amenaza
cualquier cabeza; de lo que provocan los Peces y la constelación
animosa del León, y el Capricornio, bañado en el agua Hesperia
(Iva, 1, 75-85).
No tardarán en ir surgiendo, en las
primeras décadas del siglo I d.C. los primeros tratados latinos de
astrología, como las Astronómicas de Manilio, ni faltarán
traducciones de la obra de Aratos, como la de Germánico. Pero quizá
fue la creciente colaboración de los astrólogos con Augusto lo que
mejor explique el impulso de esta disciplina. Algo antes de llegar al
poder, cuenta Suetonio:
Durante el periodo de su reclusión
en Apolonia, subió Augusto un día con Agripa al observatorio del
astrólogo Teágenes, el cual prometió a este último –había sido
el primero en consultarle- grandes bienaventuranzas casi increíbles;
Augusto, temeroso de verse humillado si su horóscopo resultaba menos
brillante, guardaba silencio obstinadamente sobre la hora de su
nacimiento y se negaba a darla a conocer. A la postre, después de
muchos ruegos, facilitó a desgana y vacilando los datos que le
pedían y, al punto, Teógenes se levantó de un salto y se postró a
sus pies. A partir de este momento tuvo Augusto tanta confianza en su
destino que hizo publicar su horócopo y acuñar monedas de plata con
la efigie de la constelación de Capricornio, bajo la cual había
nacido (Suetonio, Augusto, 94, 12).
Augusto, al margen de sus convicciones
personales, no dejó desde entonces de hacer uso de su horóscopo con
fines partidistas o políticos. Aún en el año 11 d.C., cuando todos
pensaban que su muerte era inminente, hizo publicar una predicción
astrológica que anunciaba que aún viviría muchos años más (Dión
Casio LVI, 25, 5), Sus sucesores mantuvieron la costumbre de las
consultas astrológicas, haciéndolas cada vez más regulares. Bajo
el gobierno de Tiberio, el astrólogo Trasilo, amigo personal del
emperador, asume una influencia creciente. Nacido en Alejandría, se
estableció en Rodas (donde conoció a Tiberio) antes de llegar a la
corte imperial. Casado con una princesa de Commagene, su hijo,
Balbilo, astrólogo también, fue frecuentemente consultado por
Claudio y Nerón, siendo recompensado con el rango ecuestre por los
servicios prestados. Una de las nietas de Trasilo, Ennia, llegó a
casarse con Macro, prefecto del pretorio y uno de sus nietos alcanzó
el consulado en el año 100. La activa presencia de los astrólogos
en la corte imperial alimentó las ambiciones de poder de las
principales familias de la aristocracia romana y pronto los
emperadores fueron objeto de todo tipo de especulaciones,
especialmente en torno a su muerte. Tácito dice del retiro de
Tiberio:
Decían los entendidos en astrología
que Tiberio había salido de Roma en una fase de las estrellas tal
que le impediría el regreso; ello fue la causa de la perdición de
muchos, que se dedicaron a conjeturarle un rápido final de su vida y
a divulgarlo (Tácito, Anales IV, 56).
De igual forma, Calígula recibió del
astrólogo Sulla el anuncio de su muerte. Tanto Nerón, como su madre
Agripina, recurrieron tempranamente a la colaboración de los
astrólogos. Sabemos que cuando agonizaba el emperador Claudio (54
d.C.), Agripina esperaba, según Tácito (Anales, XII, 68, 3) que
llegara el momento indicado “por la prescripción de los adivinos
caldeos”. La muerte del emperador fue dada oficialmente a conocer
varias horas después de que ésta se hubiera producido con el fin de
que la proclamación del nuevo emperador tuviera lugar en el momento
más propicio de la conjunción planetaria, lo que tuvo lugar al
mediodía del 13 de octubre del 54. La confianza depositada en el
hijo de Trasilo llegó hasta el siguiente extremo, según Suetonio:
Durante varias noches consecutivas
se había dejado ver un cometa, astro que según la opinión del
vulgo anuncia un fin cercano a la suprema jerarquía. Inquietado por
esta aparición, tan pronto como el astrólogo Balbilo le informó
que los reyes acostumbraban a conjurar tales presagios con alguna
muerte muy sonada y a desviarlos de su persona para que vayan a dar
sobre la cabeza de los próceres, destinó a la muerte a los
ciudadanos más conspicuos (Suetonio, Nerón, 36).
Tiempo después, los astrólogos
informaron al emperador que llegaría un día en que sería
destituido del poder, y a su madre, Agripina, de que su hijo la
mataría. Las consultas astrológicas de la familia imperial y de
destacados miembros de la administración y del ejército para
conocer su futuro y el del emperador, eran continuas. Tácito
(Historias I, 22) dice que “la intimidad de Popea había
cogido a muchos astrólogos, pésimo ajuar del matrimonio de un
príncipe”, y señala también que uno de ellos, llamado Tolomeo,
compañero de Otón en Hispania, le había asegurado que sobreviviría
a Nerón. Más adelante, al ver cumplida la predicción, le convenció
de que estaba llamado al Imperio y que debía marchar contra Galba.
Los Flavios mantuvieron la costumbre de
los emperadores julio-claudios de rodearse de astrólogos; Vespasiano
mantuvo a su lado a Babilo, el consejero de Nerón. Suetonio (Tito,
9, 2-3), dice de Tito que cuando los astrólogos le presentaron los
horóscopos de dos patricios que conspiraban contra él, el propio
emperador dedujo de su examen el peligro que se cernía sobre ellos.
Por último, Domiciano que, como Tiberio, examinaba los días y las
horas del nacimiento de los principales ciudadanos en un ridículo
intento de eliminar a sus sucesores, ordenó ejecutar a Mettius
Pompusianus del que se conocía en Roma su genitura imperial. También
mandó matar al astrólogo Ascletarión, acusado probablemente de
haber anunciado la muerte del emperador; las circunstancias son
narradas por Suetonio (Domiciano, 15). Siendo joven, los
astrólogos habían pronosticado a Domiciano el año y el día último
de su vida así como la forma en que debía morir. Pero es probable
que él mismo no careciera de conocimientos sobre la disciplina
astrológica. La víspera del día en que fue asesinado, durante un
banquete, afirmó que a la mañana siguiente la luna se cubriría de
sangre al pasar por el signo de Acuario y que se produciría un hecho
de tal magnitud que todos los hombres hablarían del él.
En realidad, la astrología fue una
materia común en la formación de los futuros emperadores. La
Historia Augusta (Adriano, 16) dice de Adriano que se
creyó tan entendido en astrología que el día 1 de enero por la
noche había escrito ya aquello podía ocurrirle a lo largo del año.
R. Turcan demostró en un trabajo que la fundación del templo de
Venus y Roma por Adriano (21 de abril del 128 d.C.) tuvo lugar
conforme a cálculos astrológicos. Lo mismo cabe decir para los
emperadores de la dinastía severiana. Su fundador, Septimio Severo,
era, según la Historia Augusta, un experto en astrología.
Siendo todavía legado de legión y deseando contraer matrimonio en
segundas nupcias, investigó los horóscopos de las posibles
candidatas. Cuando oyó que en Siria había una mujer –Julia Domna-
cuyo horóscopo predecía que se casaría con un soberano la pidió
por esposa. Como en el pasado, también Caracalla ordenó varias
ejecuciones tras consultar –dice Dión Casio LXXVIII, 2- los
diagramas de las posiciones siderales. Alejandro Severo fundó
cátedras de astrología, retribuidas por el Estado en un intento de
impulsar dicha práctica al tiempo, quizá, de someterla bajo el
control oficial.
Los peligros que para la estabilidad
política o la continuidad dinástica suponían las consultas
astrológicas (especialmente aquéllas sobre la salud o el futuro del
emperador), explican que muy tempranamente el Estado romano las haya
equiparado al crimen de maiestas. Ya en el año 33 a.C., según
sabemos por Dión Casio, Agripa ordenó expulsar de la ciudad a los
astrólogos y magos y, algunos años después (11 d.C.) el propio
Augusto prohibió las consultas a puerta cerrada a cualquier clase de
adivino, sobre la muerte de una persona y, desde luego, sobre el
futuro del princeps. En el año 15 d.C. como consecuencia de
la represión de la conspiración de Escribonio Libon, Tiberio dio
orden de expulsar de Italia a todos los astrólogos y magos; uno de
ello, L. Pituanius, fue arrojado desde la roca Tarpeya.
Pero dicho senatusconsultum no
debió ser totalmente efectivo, pues incluso aquellos que habían
sido expulsados fueron con frecuencia consultados por
correspondencia; Tácito menciona los nombres de algunos ilustres
astrólogos en el exilio, como Pammenes, Anteyo, Ostorio y Escápula,
estos dos últimos denunciados ante Nerón por escrutar el destino
del príncipe. De hecho sabemos que, a partir del principado de
Tiberio, miembros de la familia julio-claudia y, en general, de la
aristocracia romana consultaron más asiduamente aún a los
astrólogos. Cramer cree que dichas consultas formaban parte de la
“conversión” de la nobleza romana a la fe en la astrología
fatalista. Es evidente que los motivos de dichas consultas podían
ser muy variados. Las decisiones políticas más importantes eran
tomadas en secreto por el emperador aconsejado por su consilium
y los astrólogos podían suplir esa falta de información. Pero en
general, más que las curiositas, fueron las ambiciones y los
intereses personales los que primaron en ellas.
Emilia Lépida fue la primera mujer
conocida de la aristocracia romana que, al consultar a los
astrólogos, se vio involucrada –quizá por violar el edicto del
año 11 d.C.- en un juicio de maiestas; en el año 20 d.C.,
fue acusada de “especulaciones por medio de adivinos caldeos contra
la casa del César” (Tácito, Anales, III, 22) siendo
declarada culpable y enviada al exilio. El interés de dicha consulta
era evidentemente de carácter político; de aquí que algunos
autores hayan creído que Emilia consultara a los caldeos pensando en
su hermano Mario Lépido al que Augusto llegó a considerar un firme
candidato al Imperio. A este juicio siguió, bajo el gobierno de
Claudio, el de Lolia Paulina, otra mujer de gran fortuna,
perteneciente a la nobleza romana y casada en el año 38 d.C. con
Calígula. En el año 48 d.C., fue acusada por Agripina (que según
Tácito había sido su rival en el matrimonio del emperador Claudio)
de haber tenido tratos con caldeos y magos y haber consultado el
oráculo de Apolo Clario acerca de las nupcias imperiales. Dado que
el matrimonio del emperador Claudio afectaba, como es evidente, a su
propio futuro, fue hallada culpable siendo desterrada de Italia tras
habérsele confiscado sus bienes. Lo más sorprendente es que
Agripina (hermana de Calígula, esposa de Claudio y madre de Nerón)
denunciara a Paulina por llevar a cabo dichas prácticas, cuando
sabemos por las mismas fuentes que ella recurría con frecuencia a
las consultas astrológicas sobre el futuro de los miembros de la
casa imperial.
Fue ella, probablemente –como sugirió
J.P. Martín-, la que mostró a su hijo las ventajas de servirse
políticamente de la astrología y, desde luego, quien le dio
maestros y pedagogos de origen griego y oriental impregnados de
conocimientos astrológicos; merece recordarse, por ejemplo, los
nombres de Chaeremon, uno de los más reputados astrólogos de la
época y del mencionado Balbilo. Éste, según J. Gagé, fue quien en
el año 41 d.C. profetizó a Agripina el destino político de su
hijo, recibiendo por sus servicios la prefectura de Egipto. Por lo
demás, Séneca asegura que los astrólogos predecían a cada
instante la muerte de Claudio. En el año 52 d.C. Furio Camilo
Escriboniano fue desterrado por haber consultado a los caldeos sobre
el fin de Nerón. La tradicional enemistad entre la familia
Julio-Claudia y la de los Camilos Escribonianos explica quizá la
consulta de Furio Camilo y de su madre, Vibia, desterrada con
anterioridad tras la ejecución de su marido.
Del peligro de estas consultas y la
proliferación de los astrólogos en Roma es significativo el hecho
de que en aquel mismo año el Senado ordenara una nueva expulsión de
los astrólogos mediante un decreto que Tácito, cargado de razón,
califica de “tan riguroso como inútil” (Anales XII, 52).
El apoyo prestado por los astrólogos a Otón durante las guerras
civiles del 68/69 explica el enfrentamiento entre su sucesor, Vitelio
y estos adivinos:
Sin embargo no se mostró Vitelio
con nadie tan inexorable como con los bufones y los astrólogos;
bastaba una simple denuncia para que en seguida los sancionara con la
última pena sin permitirles defenderse, exacerbado porque, a raíz
de un edicto por el que disponía que los astrólogos debían
abandonar Roma e Italia antes de las calendas de octubre, apareció
fijado en las paredes el siguiente pasquín: “También los
astrólogos decretan en bien del Estado que Vitelio Germánico no se
halle en ninguna parte en el citado día de las calendas (Suetonio,
Vitelio 14, 4).
Las expulsiones continuaron bajo los
emperadores flavios. Vespasiano, que tenía sus propios astrólogos,
no permitió que los demás les consultasen y su hijo Domiciano no
los desterró de Roma en compañía de los filósofos. En suma, desde
el año 33 a.C. hasta el 93 d.C. se produjeron más de diez
expulsiones, y de los 14 juicios celebrados durante el Alto Imperio
por consultas a los adivinos sobre el futuro del emperador, seis de
ellos implicaban a astrólogos. J.P. Martín demostró que la
estabilidad y continuidad dinástica de los Antoninos pudo haber sido
decisiva para que disminuyeran sensiblemente el número de consultas
sobre el futuro o la sucesión del emperador. De aquí que muchos
autores consideren que el clima de inestabilidad política favorecida
por los astrólogos concluye con Domiciano.
Nos hemos referido hasta aquí a la
astrología y los astrólogos a los que recurría la alta sociedad
romana. Juvenal describe con gran acierto a qué tipo de astrólogo
consultaban las mujeres aristócratas o ricas:
El principal de ellos es el que ha
sufrido más destierros... La fidelidad de su arte depende de si sus
manos estuvieran atadas y haya permanecido largo tiempo en la cárcel
de los campamentos. Ningún astrólogo que no haya sufrido condena
tendrá talento... (Juvenal, Sátiras VI, 33 ss).
Quedan excluidos, pues, los muchos
“caldeos” o “matemáticos” que, presumiendo de conocimientos
astrológicos, ofrecían sus servicios de forma itinerante a la
plebe. Los motivos por los que la gente común interrogaba a estos
astrólogos eran bien diferentes de los que hasta ahora hemos
examinado:
A éste pregunta tú Tanaquil, sobre
la lenta muerte de su madre enferma de ictericia; pero ante todo de
ti [del marido] y cuándo enterrará a su hermana y a sus
tíos, y si le sobrevivirá su adúltero amante. ¿Pueden los dioses
darle algo más? Estás, sin embargo, ignoran la amenaza que les
manifiesta el siniestro planeta Saturno, y en qué conjunción se
muestra Venus propicia, en qué nos resulta perjudicial, y en qué
tiempo hay mayor oportunidad para el lucro. Acuérdate de evitar el
encuentro con aquella en cuyas manos ves un calendario ya muy ajado,
como pingües bolas de ámbar que ya no no consulta nadie, sino que
empieza a ser consultada, que cuando su marido se dirige a los
campamentos o a la patria no irá junto a él, entretenida por los
cálculos de Trasilo (Sátiras, VI, 553 ss).
Tras la sátira de los versos de
Juvenal se esconden los principales motivos de las consultas
astrológicas populares: el matrimonio y, sobre todo, el futuro de la
familia, las enfermedades y la muerte. Pero Bouche-Leclercq está en
lo cierto cuando considera que en muchas ocasiones la divinandi
curiositas respondía también a motivos económicos (como, por
ejemplo, al deseo de conocer el momento de recibir una herencia).
Ammiano Marcelino, en un retrato que recuerda mucho al de Juvenal,
describe a un rico matrimonio que decide hacer testamento no sin
antes recurrir previamente a los astrólogos para que les revelasen
lo que esperaba a ambos antes de morir (Ammiano Marcelino XXVIII, 4,
26).
Un lugar especialmente proclive para
las consultas astrológicas, al menos ya en el Bajo Imperio, fue el
circo. Desde el estudio de P. Wuilleumier conocemos las relaciones
simbólicas que los romanos establecieron entre las cuatro facciones
(identificadas por sus colores) y las estaciones del año, los
elementos y los dioses. Así, el verde evocaba la primavera, la
tierra, y sus flores, la diosa Venus; el rojo el verano, el fuego, el
dios Marte; el azul el otoño, el aire del cielo o el agua del mar,
Saturno o Neptuno; el blanco el invierno, el aire y los vientos
céfiros, Júpiter. El hipódromo era concebido como un mundo en
miniatura: la arena simbolizaba la tierra, como el euripus
(fosa cubierta de agua que rodeaba el Circo Máximo), el mar; el
obelisco, situado en el centro, estaba consagrado al sol; el circo
mismo forma un círculo como el año; las doce puertas de las
carceres, los doce meses del año; cada carrera se compone de
siete vueltas como los siete días de la semana; las veinticuatro
carreras de cada fiesta se corresponden con el mismo número de horas
del día. Ello explica las continuas menciones –desde Cicerón- de
astrólogos en las inmediaciones del circo, siendo los aurigas y los
espectadores, deseosos de conocer la suerte de la carrera, sus
mejores clientes. De igual forma que, al nacer un niño, los
astrólogos se tomaban cierto tiempo para hacer sus cálculos antes
de revelar a los padres su futuro, cuando los aurigas subían a los
carros realizaban en breves minutos el horóscopo que descubría al
equipo ganador.
Teniendo presente la distinción entre
quienes cultivaron la “ciencia” de la astrología y quienes la
explotaron económicamente, conviene señalar que los astrólogos
romanos nunca llegaron a destacar, eclipsados por sus colegas
orientales. Incluso los tratados sobre astrología que se divulgaron
en el Imperio eran casi todos ellos de origen griego, egipcio o
sirio. Merece subrayarse el auge que en el siglo II d.C. tuvieron
ciertas compilaciones como los Apotelesmata de Pseudo-Manetón,
las Antologías de Vettius Valens y, sobre todo, los
Tetrabiblos de Claudio Ptolomeo. Esta última fue decisiva
como demuestra el hecho de que siendo escrita en la Alejandría de
finales del siglo II d.C., el sistema astrológico propuesto en ella
por Ptolomeo tuviera vigencia hasta el siglo XVI. La obra apoya la
astrología sobre un sistema de precisas correspondencias
geométricas, derivándola de una serie de deducciones lógicas. Lo
más destacado es el esfuerzo de los Tetrabiblos por
distinguir la astrología de la astronomía: Ptolomeo rechaza la
astrología de su tiempo, esotérica y ocultista, impartida por
charlatanes incompetentes y la rehabilita esclareciendo la naturaleza
de sus sincronías, rectificando y sistematizándola bajo nuevos
presupuestos.
En su planteamiento general divide la
astrología en “universal” y “genetliaca” o “individual”;
nada hay que no sea determinable en la vida de los hombres (sexo,
salud, carácter, duración de la vida, etc.) a condición de
establecer con precisión y exactitud el momento del nacimiento. En
este sentido Ptolomeo reconoce que la influencia astral se ejerce
sobre el semen, sobre el embrión y sobre el feto; pero será
definitivamente la naturaleza la que dará impulso al parto solo
cuando las condiciones celestes sean parcialmente similares a las de
la concepción. La importancia del momento del parto es claramente
puesta de manifiesto en el siguiente pasaje:
Si bien se puede definir un origen
del hombre primario y otro secundario, solo en relación al tiempo la
importancia del nacimiento es secundario, pero en sustancia éste es
igual e incluso mayor respecto a la concepción... La criatura, en el
momento del nacimiento, adquiere muchos elementos que antes, en el
vientre de la madre, no tenía, los caracteres típicos de la
naturaleza humana, como la posición erecta del cuerpo (Tetrabiblos
III, 2, 20 ss).
Aún en el siglo IV d.C., antes de
convertirse al cristianismo, Fírmico Materno defendía en su
Mathesis la “simpatía” profunda entre el microcosmos
humano y el macrocosmos en torno a él. No obstante, también
existieron durante el Imperio firmes detractores de la astrología,
como los epicúreos (por considerar que se trataba de un duelo entre
razón e ilusión) o los propios cristianos (que aun creyendo en el
poder de los astros afirmaban que Cristo era incluso más poderoso).
Fuera de esos grupos, un autor como el médico Sexto Empírico, cuyo
acmé podemos situar entre los años 180-190 d.C., denunció en su
tratado Contra la Astrología, la imposibilidad de determinar
el horóscopo en el momento de la concepción o del nacimiento, tal y
como pretendían, según hemos visto, las distintas escuelas
astrológicas.
La medicina, dice en él, ignora el
instante preciso de la concepción del hombre tanto por el
comportamiento diverso del semen como por la diversidad de las
funciones fisiológicas femeninas y, por consiguiente, resulta
imposible determinar cualquier previsión de futuro basada en ese
instante. De igual forma critica la posibilidad de que pueda
establecerse el horóscopo tomando como base el parto, bien porque no
existe acuerdo sobre el hecho que lo marca, bien porque tal
acontecimiento está sujeto a una multiplicidad imponderable de
circunstancias que él enumera. La obra de W. Gundel, Astrologumena,
encargada para el Handbuch der Altertumswissenshaft y
continuada por su hijo H. G. Gundel, da una idea de la rica y
abundante literatura astrológica, de origen griego o greco-oriental,
que fue conocida durante el Imperio.
Jámblico opina sobre la astrología en
su obra “Sobre los misterios egipcios”:
Respecto a la astrología
responderemos que ella es verdadera, pero que quienes vacilan sobre
ella, puesto que no saben nada verdadero, se le oponen. Esto no le
acaece a ella sola, sino incluso a todas las ciencias transmitidas
por los dioses a los hombres; con el paso del tiempo, al mezclarse
con frecuencia con muchos elementos humanos, se desvanece el carácter
divino del conocimiento.
Ciertamente es posible, aunque sea
un poco, es, sin embargo posible que estas ciencias preserven una
prueba clara de la verdad. Pues incluso los signos del cálculo de
los ciclos divinos resultan claros a los ojos cuando indican los
eclipses de sol y de luna y las conjunciones de la luna con las
estrellas fijas, y la experiencia de la vista concuerda evidentemente
con los signos precursores. Y, por otro lado, las observaciones de
los fenómenos celestes conservados a lo largo de los tiempos entre
los caldeos y entre nosotros testimonian la verdad de esta ciencia.
Se podrían aducir pruebas aún más patentes, si nuestra
argumentación versara principalmente sobre este tema.
En época visigoda, los astrólogos no
fueron condenados en ningún concilio ni en el Fuero juzgo (al
contrario que otros tipos de adivinadores), lo cual no es raro, pues
la Iglesia estaba firmemente pegada a la monarquía, al igual que los
astrólogos. Sin embargo, dentro de la ortodoxia eclesiástica no
estaba bien vista la astrología. San Isidoro define a varios tipos
de astrólogos:
A los astrólogos se los llamó así
porque hacen sus augurios fijándose en los astros.
A los genetliacos se les dio tal
nombre porque prestan suma atención al día del nacimiento.
Describen el horóscopo de los hombres siguiendo los doce signos del
cielo; y de acuerdo con el curso de las estrellas intentan predecir
las costumbres, hechos y acontecimentos de los nacidos, es decir,
bajo que sino ha nacido uno y que efecto va a tener en su vida. La
gente suele darle el nombre de “matemáticos”. A este tipo de
adivinación, los latinos la denominan “constelaciones”, es
decir, “posiciones de los astros”, en que situación se
encuentran cuando alguien nace. En un principio, los intérpretes de
las estrellas eran conocidos como “magos”, como puede leerse
acerca de los que, en el Evangelio, anunciaron que Cristo había
nacido; mas tarde se los denominó simplemente “matemáticos”. La
ciencia de este arte le fue concedida al hombre hasta la predicación
del Evangelio, de manera que, una vez nacido Cristo, nadie en
adelante tratará de interpretar el nacimiento de otra persona
fijándose en el cielo.
A los horóscopos se les dio este
nombre porque examinan las horas en que tuvo lugar el nacimiento de
las personas para descubrir su dispar y diverso destino.
En la España musulmana existían
multitud de estrelleros, que leían en el cielo la buena o mala
ventura de las personas. La muerte del Emir Hisham I, que reinó en
al-Andalus entre 778-798, fue presagiada mucho antes de producirse,
por medio de la astrología judiciaria por el astrólogo de la corte
Dhabi, y la caída vertiginosa y ejecución del eunuco Wasr, favorito
de Abd al-Rahman II, fue pronosticada con antelación en unos versos
del astrólogo cortesano Ychyá´al-Gazel. Un excelente mecenas de
las artes y las letras fue el Emir Abd al-Rahman II, el cual tenía
un verdadero ejército de buscadores, corredores y copistas de libros
que se movían por todo Oriente a su costa, para que le procurasen
copias de las traducciones de las obras más preciadas y científicas
de la antigua Persia y Grecia, con cuya lectura se complacía
grandemente. Para satisfacer su enorme curiosidad, se hizo rodear en
su corte de un grupo de astrónomos a los que recompensaba
espléndidamente y junto a ellos escrutaba el cielo y sus
constelaciones, con el fin de hacer horóscopos, que realizaba hasta
para las cosas más insignificantes de la vida cotidiana.
En tiempos del Emir Abd Alla, fue
célebre el belicoso Abu Al-Quasim que, además de rebelarse contra
su soberano, se había consagrado desde su juventud al estudio de las
ciencias, especialmente de las ocultas y la astrología. Al-Hakam II
fue el que hizo traer de Bagdad, Egipto y otras partes de allende los
mares las obras capitales y de mayor importancia y raras referencias
a las ciencias antiguas y modernas. Éste, a la muerte de su padre,
Abd al-Rahman III, heredó tres bibliotecas: la de palacio, en la que
sus antepasados habían puesto la mayor solicitud en acumular libros,
la de su hermano Muhammad y la suya propia, cuyo número de volúmenes
ascendía a unos 400.000. Pues bien, esto demuestra que todos los
Emires y príncipes de la dinastía Omeya fueron grandes lectores y
por ende eruditos en diversas materias, entre ellas la astrología y
la astronomía judiciaria, por lo que es presumible, y en cierto modo
lógico, que entre aquel impresionante cúmulo de libros de aquella
inmensa biblioteca, existieran, aunque solo fuera como mera
curiosidad algunos que trataran de los horóscopos, amuletos,
adivinaciones y otras clases de magia, máxime si se tiene en cuenta
que todos ellos se dieron, con más o menos dedicación, a la
práctica de las artes mágicas en su mayoría de edad, como
consecuencia de estar familiarizados con ellas desde su más tierna
infancia al haber sido iniciados por la mujeres del harén en que se
criaron.
No deja de ser un cuadro lo
suficientemente realista y expresivo la vida ciudadana en la Alta
Edad Media, en cuanto hechicería se refiere, para no precisar de
mayores aclaraciones. En opinión del gran maestro del arabismo
español, Julián Ribera:
Los libros de supersticiones
astrológicas, horóscopos, magia blanca, sortilegios, adivinaciones,
prácticas espiritistas, encantos, ensalmos, amuletos y talismanes,
son tan abundantes, que su estudio podría constituir la ocupación
de un especialista durante varios años.
En verdad que es una lástima que no se
pueda contar con buenas traducciones de ellos, los cuales hubieran
permitido un conocimiento casi exhaustivo y con gran lujo de detalles
de todos los sistemas y medio empleados.
Los horóscopos estaban tan extendidos,
que no hubo persona de la categoría o condición social que fuera,
desde los Emires y Califas hasta el último habitante de la ciudad,
pueblo o comarca, que no se hiciera, o mandara hacer, el suyo
particular. Para su confección partían del día de su nacimiento a
fin de conocer el signo del Zodiaco a que estaban adscritos, para
después consultar la inicial de su nombre en una tabla con un
alfabeto, habiéndole señalado a cada letra un valor numérico; a
este valor se le añadía por el mismo procedimiento el que le
correspondiera a la madre y la suma de ambos se dividía por cierto
número, y el resto de la división, otra tabla indicaba la
constelación cuyas influencias sufriría su destinatario. Sabido
esto, recurrían a un libro específico en el que constaba dicha
constelación de donde se extraía el pronóstico. Por los horóscopos
sabían de la condición humana: el que naciera el día 21 de la
luna, sería ladrón; el que naciera el 22, había de ser gracioso o
soberbio, de hermoso andar y llegaría a ser válido de algún rey.
El nacido el 23 de la luna, sería maldito de Dios y de las gentes;
el que naciera el 24, sería grande, pero impotente para tener hijos,
sería feo y espantable, y otras muchas cosas más.
Alfonso X respetó bastante a los
astrólogos, incluso llegó a piropearlos en sus Partidas:
Qué cosa es adivinanza e cuántas
maneras son de ella: Adivinanza tanto quiere decir como querer tomar
el poder de Dios para saber las cosas que están por venir. E son dos
maneras de adivinanza. La primera es la que se hace por arte de
astronomía que es una de las siete artes liberales. Esta, según el
fuero de las leyes, no es defendida de usar a los que son maestros e
la entienden verdaderamente porque los juicios e los asmamientos que
se dan por esta arte son catados por el curso natural de las planetas
e de las otras estrellas e fueron tomadas de los libros de Ptolomeo e
de los otros sabidores que se trabajaron de esta ciencia. Más los
otros, que no son por tanto sabidores, no deben obrar por ella como
quiera que se deben trabajar de aprender e de estudiar en los libros
de los sabios.
No debió ser hombre muy bien visto por
la Iglesia de su época, pero demuestra de modo rotundo la conexión
de los astrólogos con el poder en la España cristiana. Para resumir
diremos que la astrología nació en Mesopotamia en el siglo VII
a.C., se desarrolló en Alejandría, fue transmitida al mundo
occidental y al Islam, alcanzó la India y los países influidos por
la cultura indú, hasta Bali. Pero no penetró de modo fuerte en los
países de Extremo Oriente, al revés de lo que ocurrió con la
geomancia. El astrólogo suele ir unido al poder despótico de un
tirano, que confía ciegamente en él o lo usa con astucia. El estado
en ocasiones tomó medidas violentas contra los astrólogos. Al sabio
matemático, geómetra, le hace la competencia el humilde estrellero,
con clientela de gentes del común, libertos, esclavos, etc. Así
pasará en el futuro durante siglos. Algunos estoicos fueron
favorables a la astrología. Desde el s.III d.C., los padres de la
Iglesia combatieron a los matemáticos (mathematici),
apostelesmatici y genetliacos con fuertes argumentos, y en
ello coinciden con algunos filósofos neoplatónicos (Plotino y
Porfirio). La astrología estaba firmemente unida a los magos, no en
vano los magos que adoraron a Jesús fueron astrólogos.
La astrología surgió como resultado
de un verdadero avance de los conocimientos astronómicos. En
al-Andalus, el poder mantiene al astrólogo, frente al hombre de fe
ortodoxa. El cliché del médico árabe, que utiliza la astrología
para preparar medicamentos, se emplea hasta en en el teatro del siglo
XVI. Entre los siglos XIII-XVII, multitud de reyes de toda Europa
favorecieron la astrología. Los efectos naturales de los astros
también los tenían que considerar los nigrománticos, los cuales en
sus invocaciones guardaban los signos de las estrellas para
realizarlas en unos y no en otros tiempos, como dice Bartolomé de
las Casas. Estrellero o estrellera es la mujer dada a la magia, a la
que se considera conocedora de modos de hacer horóscopos y
natividades, ya que no “fada” o capaz de “fadar”, como los
personajes femeninos que salen al principio de los libros de
caballería, condicionando la vida de los héroes. La astrología
judiciaria se llamaba también astromancia. Voltaire dijo que entre
los caldeos, los magos que sabían más que el vulgo se hicieron
astrónomos.
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