La
ornitomancia era una forma de adivinación a través de los actos
instintivos de los animales. Carentes de voluntad, estos últimos
eran, según creencia de los antiguos, susceptibles de recibir el
impulso divino, pues sus movimientos, caracterizados siempre por la
seguridad y precisión con que se realizan, no podían ser sino
expresión de la voluntad de los dioses. Sin embargo, no todos los
animales gozaban del mismo favor adivinatorio, sino que se
establecían diferencias muy rígidas: las aves voladoras, y entre
éstas las de rapiña, por su facultad para tocar el cielo, son por
excelencia las mensajeras de la respuesta divina. Los hititas y los
asirios observaban el vuelo de los animales con frecuencia para
adivinar el futuro.
La ornitomancia era en todas partes una
ciencia compleja y muy especializada, en la que a la hora de la
interpretación se tenían en cuenta gran cantidad de factores. Sin
embargo, aunque esta técnica alcanzó en Grecia no escasa
importancia, nunca llegó a desarrollarse una auténtica sistemática,
al estilo de la disciplina etrusca; además a partir de la
época clásica, la ornitomancia pasó a un segundo plano por detrás
de otras técnicas adivinatorias. Unos pájaros eran favorables por
naturaleza y otros desfavorables, pero teniendo en cuenta que esta
diferenciación no era universal, y así la lechuza, ave de Atenea,
constituía un buen presagio para los atenienses y malo para los
restantes griegos. Se prestaba especial atención al vuelo y así si
el ave procedía del este, llevaba un vuelo elevado y las alas
desplegadas, por lo general eran signos favorables, mientras que una
procedencia occidental y un vuelo bajo y desordenado indicaba malos
augurios.
También contaban otros aspectos, como
los chillidos que emitían las aves, el revoloteo, si había
enfrentamiento entre ellas, etc. En cuanto a los animales terrestres,
en líneas generales no gozaron de gran predicamento adivinatorio,
sobre todo en Grecia: la serpiente y el lagarto, animales de Apolo,
el principal dios de la adivinación, fueron prácticamente los
únicos que atrajeron la atención de los griegos, aunque más tarde
algunas especies acuáticas, por influencia de Oriente, se vincularon
asimismo a santuarios apolíneos de la Grecia oriental.
En Roma, junto a los pontífices, es el
otro gran colegio sacerdotal de importancia pública, al tener como
misión fundamental la consulta de los auspicios en nombre de la
ciudad, y de ahí el nombre oficial que tenía la corporación,
augures publici populi Romani quiritum. Su número originario
era tres y se elegían por cooptación, igual que los pontífices;
los miembros del colegio estaban siempre en relación con las tres
tribus “romúleas” de los Ramnes, los Tities y los Luceres, y por
tanto su incremento era proporcional a las mismas, hasta que en época
de César se estabilizó en 16. Los augures eran expertos en la
ciencia que interpretaba la voluntad divina, pero también poseían
la facultad para atraer sobre personas y cosas una fuerza
sobrenatural.
El término “augur” procede de la raíz auc-
que tiene el valor de “aumentar”, “incrementar” y de donde
derivan también otras palabras de la terminología política romana,
como auctorias y augustus. En este caso, el augur es
entonces aquel que procura el aumento, es decir, que mediante una
acción ritual confiere a la persona o cosa objteto del rito un poder
místico que predispone a la divinidad a su favor. Este acto ritual
recibe el nombre de inauguratio y se aplicaba a campos muy
diversos, como la investidura de determinados sacerdocios y la
legitimación religiosa y política de templos y algunos locales;
también la ciudad era sometida a una inauguración ritual.
Ahora bien, quizá la aplicación más
importante de este rito, durante la época arcaica que ahora nos
interesa, fuese a propósito de la investidura del rey. Una vez que
éste había obtenido la aprobación popular y la confirmación del
Senado, se procedía a la investidura, que comprendía dos ritos
protagonizados ambos por el augur. El primero era la auspicatio,
es decir, la observación del vuelo de aves y otros signos que
enviaba la divinidad, la cual manifestaba su conformidad con el acto
que se iba a realizar; el segundo rito era una operación augural,
sobrenatural que le permitiría gobernar de acuerdo con la divinidad.
La técnica empleada era la siguiente.
El augur se situaba por lo general en un lugar elevado, desde donde
se obtenía una buena visión. En Roma existían varios de estos
centros augurales, como el Auguratorium del Palatino,
vinculado a la leyenda de la fundación de Roma, pues fue allí donde
Rómulo observó los signos divinos, y sobre todo el Auguraculum
del Arx, en el Capitolio, que a partir del siglo VI a.C. se
conviritió en el principal lugar de observación para los augures.
La primera operación consistía en la delimitación del espacio
sagrado, para lo cual el augur trazaba con su bastón ritual, el
lituus, un rectángulo imaginario en la bóveda celeste,
llamado templum, cuyo centro geométrico coincidía con la
situación del sacerdote, quien miraba normalmente al sur (en
ocasiones también al este). Entonces se procedía a la observación
de los signos, por lo general el vuelo de las aves, y se tenían por
favorables todos aquellos que procedían de la izquierda. Pero
también se tenían en cuenta otros factores, como las especies de
aves que observaba, las características de su vuelo, los sonidos que
emitían, su número, y todo ello servía al augur para determinar
cuál era la voluntad divina a propósito de la cuestión que se
consultaba.
Los augures constituían un collegium
en el sentido estricto del término, es decir todos sus miembros eran
iguales y cada uno de ellos poseía todo el valor de su conocimiento,
al contrario de lo que ocurría en el colegio pontificial. Sin
embargo, conviene hacer una salvedad, pues en la primera etapa de la
monarquía los reyes gozaban de la cualidad de los augures pero sin
pertenecer al colegio. En efecto, los más antiguos reyes latinos
poseían el conocimiento de la ciencia augural e incluso Rómulo y
Remo actuaron como augures en su disputa cuando la fundación de
Roma. El rey de la primera etapa de la monarquía romana era augur y
se le califica como optimus augur, esto es, el más capacitado
entre todos los augures, y prueba de ello es el símbolo de su poder,
que no es otro que un lituus. A partir de Tarquinio Prisco la
concepción de la monarquía cambia y el rey pierde sus facultades
augurales, situación que heredarán los magistrados republicanos. El
colegio de los augures adquiere entonces un protagonismo muy
destacado en la vida política, pues sus componentes gozan de una
posición autónoma frente al rey y a los magistrados, con los cuales
se enfrenta alcanzando siempre el éxito, pues uno y otros tienen que
someterse a sus dictámenes.
San Isidoro define a los augures
perfectamente en sus Etimologías:
Los augures son los que observan el
vuelo y el canto de las aves, así como otras señales de las cosas o
sucesos imprevistos que acontecen al hombre. Se los denomina también
aúspices, pues los auspicios es lo que observan quienes emprenden un
viaje. Se llaman auspicios como si dijéramos “observación de las
aves”; y augurio, algo así como “parloteo de las aves”,
haciendo naturalmente referencia al canto y lenguaje de las aves. De
la misma manera augurio puede interpretarse como “avigerium”, “lo
que las aves llevan”. Hay dos tipos de auspicios: uno que está
relacionado con los ojos, y el otro que lo está con los oídos. Con
los ojos, como el vuelo; con los oídos, como el canto de las aves.
Los galaicos practicaron entre otras
técnicas adivinatorias los auspicios, observando a las aves. Los
vascones tuvieron gran fama de agoreros al comienzo del Bajo Imperio,
fama que conservarían durante la Edad Media. San Martín Dumiense
(siglo VI) alude en general a las adivinaciones y a los augurios,
frecuentes en su época, y en particular se refiere a la observación
de las aves:
Diuinationes et auguria et dies
idolum observare, quid est nisi cultura diaboli?... et alia diaboli
signa per auicellos et stornutos et per alia multa adtentis.
En España, los augures fueron un tipo de adivinador habitual, son
condenados en los concilios del 633 y 693, así como en el Fuero
juzgo del 681. En la literatura medieval hispana (incluido el Poema
del mio Cid) y en los documentos jurídicos son muchas las
referencias que se hacen sobre ellos y sus prácticas. La intuición
de los animales queda desmostrada en casos de catástrofes naturales
(tsumanis, terremotos, volcanes, etc.) o no tan naturales (aullidos
de perros o gatos antes de un accidente que provoca muerte, aparición
de buitres, etc.), el augur trata de aprovechar con sus facultades
este don de los animales. Es clara la antigüedad de los augurios en
la Península Ibérica.
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