2-Cristianos
y judíos. Imposible convivencia armónica: La reconquista y la
repoblación fueron factores de enorme importancia en el aumento y en
la influencia social y política de la minoría judaica en los reinos
cristianos. Si la reconquista se hubiera llevado a cabo despaciosa
pero ininterrumpidamente y sobre un país sin despoblar cuyos
moradores hubiesen seguido habitando las plazas conquistadas, los
hebreos no habrían alcanzado el número y el relieve que lograron en
León y Castilla y también en los otros estados peninsulares. Pero
la reconquista se realizó a saltos y siguió a repetidos
vaciamientos mas o menos intensos de la zona que de pronto caía en
poder de los conquistadores, o los provocó en las tierras ganadas
por la espada al obligar a sus moradores a abandonarlas y a emigrar.
Esa conquista a saltos, precedida o seguida de la despoblación
radical o de la merma intensiva de la población estable del país,
creó en repetidas ocasiones la angustiosa precisión –y no hay
hipérbole en el calificativo- de poblar, rápidamente, las regiones
conquistadas a los moros.
En esas horas,
cuando urgía volver a la vida grandes zonas despobladas y atraer
pobladores a ciudades abandonadas hacia tiempo o que entonces
quedaban vacías, el diablo en persona habría sido aceptado como
repoblador, según he dicho ya dos veces. Alfonso VII llamó a Oreja
a toda clase de delincuentes, homicidas y raptores e incluso a los
incursos en la ira regia...; sólo a los traidores se negó la
entrada. ¡Con cuanto mas placer se aceptaría como colonizadores a
los laboriosos judíos y aun se les invitaría a acudir a la ciudad
recién ocupada, ofreciéndoles solares y aun barrios enteros,
otorgándoles garantías jurídicas y concediéndoles autonomía
administrativa y judicial!
Por ello, cuando
en la población tomada a los moros había de antiguo una aljama
hebrea, lejos de perseguirla, se la mimaba, para que siguiese
habitando en la plaza conquistada, junto a los nuevos pobladores
cristianos de la misma. Atestiguan las dos realidades muchos fueros
municipales –desde el de Castrogeriz (974) al de Carmona (1247) y
los repartimientos de las grandes ciudades ganadas por Fernando III y
por Jaime I durante el siglo XIII. El antisemitismo de la España
almorávide –en el tratado sevillano Ibn ‘Abdun se equiparó a
hebreos y leprosos- y las terribles persecuciones de los almohades
movieron a emigrar a muchedumbres de judíos. Los reyes cristianos
les abrieron las fronteras de sus reinos, gozosos de ver incrementar
así la población de sus ciudades. Alfonso VII llegó a situar en
Calatrava a Yehudá ibn Ezra, para canalizar la emigración hebraica
a sus estados. El historiador judeo-español Abraham ha-Leví ben
David afirma que le nombró gobernador, pero su testimonio es
discutible. La legislación alfonsí prohibía a los judíos ejercer
autoridad sobre cristianos y la situación fronteriza de la plaza,
cuya defensa exigió en seguida la organización de una orden
militar, exigirá ya su gobierno no por un almojarife sino por un
hombre de armas.
En todo caso es
seguro que desde el reinado de Alfonso VI, el conquistador de Toledo
(1085), al de Alfonso VIII, el vencedor en las Navas (1212), entraron
en Castilla millares y millares de judíos. Y su establecimiento en
ella fue considerado tan beneficioso para el reino, que Fernando III
obtuvo de Honorio III, en 1219, la anulación de la orden conciliar
sobre las señales de los trajes de los hebreos, porque éstos habían
amenazado con volverse a tierras de moros si eran forzados a
llevarlas. Obligados los cristianos a la defensa de las ciudades que
habitaban y a acudir a la hueste regia para proseguir la reconquista,
las industriosas masas hebraicas podían prestar buenos servicios en
la restauración económica de la comunidad. Grupos numerosos de
cristianos fueron entregándose entretanto en las ciudades
hispano-cristianas a las tareas de la paz y pronto constituyeron
importantes núcleos de laboriosos menestrales. Los nuevos pobladores
judíos y los viejos pobladores cristianos habrían podido vivir en
amistosa convivencia orgánica. Sus diferencias religiosas no habrían
bastado a alzar entre cristianos y judíos grandes sañas. Porque no
vivían enfrentados en una gran pugna exclusiva y dramática; con
ellos convivían también los mudéjares, y esa triple presencia de
gentes de tres credos distintos habría a la postre suavizado las
aristas de la natural oposición entre todas.
Pero esa
pacífica convivencia fue imposible. Castro ha pretendido con error
que los judíos ocuparon solícitos el lugar dejado vacío por los
cristianos en la vida de la nación y que constituyeron la base
económica de la sociedad medieval peninsular. No negaré yo que hubo
muchos menestrales judíos en las ciudades españolas durante el
medioevo; pero no podrá negar él que fueron minoría dentro de las
masas industriosas e industriales de las mismas. En prueba de su
aserto alega el número de trabajadores hebreos que aparecen en el
inventario de los bienes de la catedral de mi ciudad de Ávila al
comenzar el siglo XIV. He hecho publicar íntegramente ese inventario
en los Cuadernos de Historia de España y en él es
fácil hallar los nombres de muchísimos menestrales cristianos. Las
firmes disposiciones de Fernando III, de Alfonso X y de Pedro I
contra la formación de cofradías o gremios no habrían tenido razón
de ser, si no hubiera habido una masa numerosa de trabajadores
nacionales. Y los hubo en verdad, no mas pero no menos, eso sí, de
los precisos para la satisfacción de las mínimas necesidades
industriales de los núcleos urbanos y de sus extensos términos
rurales; porque nunca conocieron los reinos cristianos –ni siquiera
Cataluña- una industria de importancia.
Pero, con esas
limitaciones, no hubo ciudad en que no existieran abundantes
artesanos cristianos. Lo acredita la documentación de sus archivos a
medida que va publicándose –ya en la Sevilla recién conquistada
aparecen documentados menestrales cristianos de los mas varios
oficios: sastres, zapateros, talabarteros, recueros, caldereros,
albarderos, lorigueros, armeros, joyeros...- y lo acredita también
la pugna misma que fue surgiendo en las ciudades entre judíos y
cristianos, pues no fue iniciada por los caballeros ni por los
labradores sino por los artesanos. Fue mucho mayor el desarrollo del
comercio en todos los reinos cristianos españoles medievales y muy
grande el de Castilla. Nadie podrá discutir las actividades
mercantiles de los judíos en los centros urbanos de la Península.
Pero a medida que pasaban las décadas crecieron intensamente las de
los cristianos y en manos de cristianos españoles estuvo al cabo el
comercio internacional, incluso el castellano; lo hemos probado por
caminos distintos mis discípula María del Carmen Carlé y yo.
Es necesario
rechazar la imagen de una minoría judaica realizando sin competencia
tareas económicas, desdeñadas por las masas españolas, incapaces
de interesarse sino por el integralismo y señorío de su persona.
Hasta la paralización de la reconquista los cristianos pudieron
vivir soñando en alcanzar la riqueza a punta de lanza. Después no.
Y si por el lastre que ese largo soñar y conseguir dejó en la
psicología peninsular –salvadas las naturales excepciones- nunca
tuvimos durante el medioevo una industria digna de consideración y
nunca llenaron con sus actividades económicas esa falla de nuestra
vida nacional. La prolongación de esa realidad a lo largo de nuestro
medioevo, es la mejor prueba de lo dicho. Si los hebreos se hubieran
consagrado pacíficamente a la agricultura, a la industria y al
comercio, nunca habrían surgido entre ellos y los cristianos los
abismos o las montañas de odio que hicieron imposible su convivencia
histórica. Entre los cristianos vivieron también masas numerosas de
labradores, de artesanos y de comerciantes musulmanes y nunca hubo
sañas entre ellos.
Sus relaciones
fueron con frecuencia amistosas; según refiere la Crónica de la
población de Ávila, los caballeros abulenses llegaron a armar a
medio centenar de jinetes y medio millar de peones moros y a
llevarlos consigo a pelear contra Jaime I de Aragón, a la sazón
enemistado con su yerno, el castellano Alfonso X. Y las cortes,
sensible barómetro de las apetencias, ilusiones, quejas y enemigas
del pueblo, y gran amplificador histórico de la opinión pública de
las masas populares, apenas alzaron protestas contra los industriosos
y pacíficos mudéjares, que al cabo eran, sin embargo, nietos de sus
encarnizados enemigos de la víspera. La convivencia entre judíos y
cristianos fue siempre difícil y llegó a ser imposible porque los
hebreos intentaron dominar, y lograron a lo menos explotar, al pueblo
que les había dado asilo cuando, huyendo de las persecuciones que
padecían en la Europa cristiana o en la España islamita, fueron
admitidos en su seno.
Los documentos
recogidos por Baer, completados con los últimamente publicados,
permiten presentar el cuadro de las libertades y autonomías que los
hebreos lograron en los reinos cristianos, a raíz de su emigración
en masa a ellos durante el señorío almorávide y almohade de
Al-Ándalus. Vallecillo Ávila ha estudiado no ha mucho el panorama
de la situación jurídica y social de los judíos en León y
Castilla, hasta la época de las grandes conquistas. Fueron
equiparados legalmente a los pobladores cristianos de las ciudades,
se les otorgó el mismo valor penal que a todos –a veces fueron
protegidos con el peculiar de los nobles-, su testimonio tuvo la
misma validez que el de los cristianos, juraban sobre la Tora, jueces
hebreos juzgaban de los procesos civiles y penales que surgían entre
los israelíes e incluso dictaban penas de muerte, y jueces de las
dos religiones fallaban las causas entre judíos y cristianos. Sólo
fue habitual prohibir que los primeros tuvieran autoridad sobre los
últimos, señal clara de que pretendieron ejercerla. En ningún país
de Europa gozaron los hebreos de una pareja equiparación legal con
la población cristiana entre la que vivían, ni de una autónoma
organización judicial y administrativa remotamente semejante a la
que disfrutaban en la España cristiana y especialmente en León y
Castilla.
Esa equiparación
y esas libertades –resultado como queda dicho de las imperiosas
necesidades de la repoblación- causaban enorme asombro a los judíos
europeos que llegaban a la Península. Lo mostró muy explícito el
rabí Asser al llegar a Alemania. Es posible que algunos de los
hebreos que emigraron de Al-Ándalus lograsen salvar en el éxodo
algunas de sus riquezas muebles, en particular sus joyas y sus
metales preciosos. Pero es seguro que la gran mayoría llegarían a
la España cristiana sin otro capital que el de sus posibilidades de
trabajo. El cronista Abraham ha-Leví ben David dice que algunos de
los judíos perseguidos por los almohades apostataron, pero otros
“huyeron mal vestidos y descalzos”. El mismo cronista escribe de
Yehudá ibn Ezra –como queda dicho, colocado por Alfonso VII en la
plaza fronteriza de Calatrava para canalizar la entrada de judíos
inmigrantes en Castilla-: “Sacó a los aprisionados a su costa...,
en su casa y en su mesa encontraron mantenimiento los hijos del
destierro; sació a los hambrientos, dio de beber a los que tenían
sed y vistió a los desnudos; a todos los débiles se les condujo en
bestias hasta que... llegaron a la ciudad de Toledo con honor, por
causa de la reverencia y la prestancia que poseía en la España
cristiana”.
Llegados los mas
sin recursos, al cabo de unas generaciones hubo en todos los reinos
cristianos peninsulares judíos fabulosamente ricos y gran número de
judíos acomodados; empezaron a poseer gran cantidad de bienes raices
y a amortizar la mayor parte del numerario del país y lograron
ocupar puestos de mando en la vida política y fiscal del reino. Es
posible comprobar incluso la rapidez de su enriquecimiento y de su
ascensión social. Antes de que pasaran muchas décadas de su éxodo
de Andalucía a Castilla, a fines del siglo XII –Alfonso VII murió
en 1157- aparecen en tierras toledanas comprando y poseyendo
heredades, otorgando préstamos usurarios, ejerciendo el
almojarifazgo regio y adelantando fuertes sumas al monarca. Numerosos
documentos mozárabes de Toledo de entre 1185 y 1210 ofrecen
abundantes testimonios –si poseyéramos otros fondos diplomáticos
cabría multiplicar esas informaciones- de la riqueza de los judíos
de la ciudad y del ejercicio por ellos de la usura.
Esas escrituras
acreditan la continuada adquisición de propiedades por Ibn Xuxán,
almojarife de Alfonso VIII; y éste confiesa en su testamento deberle
18.000 maravedíes –a la sazón monedas de oro de gran tamaño, de
excelente ley y de gran valor- que había recibido de él en
préstamo. Ese rápido enriquecimiento de los judíos y su rápido
trepar hasta las altas jerarquías gubernativas del reino constituyen
la clave de las sañas con que pronto los gratificó el pueblo. Los
hebreos emigrantes no se resignaron a vivir pacíficamente entre los
cristianos como los mudéjares. De prisa aguzaron el ingenio para
explotar y dominar a quienes los habían recibido entre ellos. No fue
de los judíos toda la culpa. Al obligarlos a vivir a la defensiva en
medio de masas hostiles, el destino los había forzado a desarrollar
la fuerza de la razón, la astucia y el disimulo; una extraña
capacidad de adaptación a las circunstancias históricas en que les
tocaba vivir y un talento sutil para sacar provecho de cualquier
flaqueza o de cualquier necesidad de sus dominadores. Y son muchos
mil años para que una comunidad humana normal –y el viejo pueblo
hebreo ha demostrado en el curso de los siglos una fuerza de
pensamiento apenas igualada por los otros pueblos de la tierra- no
llegue a articularse vitalmente conforme a las posibilidades de
acción que la historia le ha impuesto.
Lo singular de
la nuestra, durante el medioevo, facilitó la exaltación entre la
grey hebraica de las condiciones temperamentales que mas podían
conducir a la explotación y dominación de los cristianos, a cuyo
amparo se habían acogido. Y temporalmente lograron su propósito,
pero a costa de su persecución frecuente y de su final expulsión.
En la España mora habían ya aprendido a explotar hasta el máximo
de sus posibilidades las fallas que la contextura orgánica de los
hispano-musulmanes brindaban a su ingenio. Habían aprendido medicina
y con los médicos cristianos habían curado a los islamitas
peninsulares. En el tratado de Ibn Abdun, donde se describe la vida
en la Sevilla almorávide de principios del siglo XII, se execra el
ejercicio de la medicina por los cristianos y los judíos.
Lo mejor
sería no permitir a ningún médico judío ni cristiano que se
dedicase a curar a los musulmanes, ya que no abrigan buenos
sentimientos hacia ningún musulmán; que curen exclusivamente a los
de su propia confesión, porque a quienes no tienen simpatías por
los musulmanes, ¿cómo se les ha de confiar sus vidas?
No cabe dudar de
que entre los mozárabes emigrantes al reino de León figurarían
algunos capaces de ejercer la misma profesión practicada por sus
hermanos en el Sur en competencia o en colaboración con los judíos.
Pero llegaron éstos al Norte y el gusto snob de reyes y
príncipes por las novedades foráneas –el mismo gusto snob
de las aristocracias de todos los tiempos y países- los inclinó a
solicitar los cuidados médicos judíos. Alfonso VI depositó ya la
atención de su salud en uno de ellos, en Yosef ibn Ferrusel
(Cidellus). Los hebreos comprendieron de prisa los horizontes que ese
curar a los grandes cristianos les brindaba –como médicos podían
ganar la intimidad y la confianza de quienes gobernaban los reinos
hispanos. Muchos se consagraron a estudiar medicina o a fingir el
conocimiento de la misma; poco a poco desplazaron a los cristianos de
la práctica de tal profesión; y al cabo de los siglos casi
monopolizaron su ejercicio en España.
Ese triunfo no
habría logrado suscitar contra los hebreos la saña de las masas
populares, pues suelen ésta padecer un incurable mimetismo y gusta
de seguir las modas y los hábitos de las minorías dirigentes. A lo
sumo les habría atraído la emulación de los cristianos que
empezaran a estudiar medicina en las universidades que fueron
creándose en los reinos hispanos desde el siglo XIII en adelante. En
Al Ándalus los judíos estudiaron también astronomía. Sus
esperanzas mesiánicas los movieron quizás originariamente a ello;
queda dicho con qué exaltada ilusión trazaron cómputos y hasta se
dejaron seducir por los anuncios astrológicos, en su desesperado
anhelo de que con la llegada del Mesías terminara su cautiverio y
llegara su reino terrenal sobre todas las naciones. Después hallaron
en los estudios astronómicos, con sus deslizantes conexiones
astrológicas, un camino para ganar la atención de los señores
cristianos, su confianza y su influencia. Porque si en las estrellas
estaban marcados los rumbos de la vida de los hombres –y eran
legión en el mundo medieval quienes creían en ello-, los
“estrelleros” podían descubrir sus destinos a los príncipes y a
los grandes, y al socaire de sus presagios y anuncios optimistas o
fatídicos era posible insinuarse en su voluntad y conseguir ricas
tajadas de la riqueza nacional.
Y lograron sus
deseos: Pedro III de Aragón tuvo por ejemplo a su servicio a un
hebreo nigromántico; su tataranieto Juan I, a un astrólogo judío;
el padre del Rey Católico, a otro; y como ellos, se sirvieron de
estrelleros hebreos diversos reyes y magnates. Pero tampoco la
astronomía pura ni la astronomía aplicada o astrología habrían
concitado el odio popular contra los judíos. Físicos y estrelleros
habrían logrado, al contrario, si no la simpatía, la benevolencia
de las masas para los judíos, porque también el pueblo gustaba de
cuidar su salud y de leer su porvenir en las estrellas. Algunas
prácticas que el Talmud imponía a los judíos irritaban a los
cristianos. El historiador hispano-hebreo Salomón ben Verga se hace
eco por dos veces de tal irritación. “Yo juro por nuestro Salvador
que me ha hecho rey –hace decir a un monarca de Castilla,
probablemente a Alfonso XI- que una vez se encendió mi ira para
exterminar el linaje de los judíos o para expulsarlos, a causa de
que oí que si cae un animalillo en una copa de vino que está
bebiendo el judío, arroja al bichillo y bebe el vino; y si por el
contrario uno de nosotros ha tocado aquella copa, vierte el vino; por
donde se ve que a sus ojos somos considerados como un pueblo
inmundo”.
Y en la misma
Vara de Judá se recogen las murmuraciones del pueblo contra
el rey por tolerar tan injuriosa costumbre. El normal ejercicio de la
industria y del comercio no les habría ganado sino, a lo sumo, la
natural rivalidad de los menestrales y comerciantes no judíos. Pero
sus empresas mercantiles no fueron siempre muy escrupulosas y ellas
les acarrearon ya la enemiga del pueblo. En la España goda y en la
musulmana se habían dedicado al tráfico de esclavos. El concilio X
de Toledo les prohibió ejercerlo, pero después de la conquista
árabe de España se consagraron a él libremente y en gran escala.
Los importaban hasta de tierras eslavas –de los comprados en ellas
procede el nombre que vino a sustituir al de siervo. Y llegaron en
sus empresas hasta Polonia y Bohemia. Debemos las primeras noticias
sobre tales países a un judío español, Ibrahim ibn Yaqub, el
Turtusí, tratante de esclavos.
Los judíos
hispanos hicieron algo mas. Dozy dio noticia de su próspero comercio
de importación de eunucos. Los traían sobre todo de una horrenda
“manufactura” de tal mercancía que existía en Verdún; y si
importaban la primera materia humana aún no elaborada, se encargaban
de prepararla los médicos hebreos de Lucena. También traficaron en
Castilla. Después de la batalla de Uclés hubo en Toledo una matanza
general de judíos. Parece muy dudoso que fuera ocasionada por haber
atribuido los toledanos la derrota a la defección de los hebreos,
porque no es probable que participaran en la lucha: Baer cree que los
judíos nunca demostraron en la España medieval dotes militares; el
historiador hispano-hebreo Salomón ben Verga reconoció dos veces en
La Vara de Judá la cobardía de sus hermanos de raza; y
cuando el duque de Medina Sidonia pensó establecer en Gibraltar a
los judaizantes fugitivos de Sevilla, le representaron la inutilidad
de aquella gente para la defensa de la plaza. Mas verosímil es que
la matanza se debiera a la compra por los mercaderes judíos después
del desastre, en el mismo campo de batalla, de los cristianos
cautivados por los almorávides y por ellos vendidos como esclavos.
Sabemos a lo
menos por Al-Maqqari que después de la rota de Alarcos, de 1195,
muchos judíos compraron en el teatro de la lucha los guerreros
castellanos caídos en poder del enemigo, naturalmente para venderlos
con ganancia en los mercados andaluces. Esta presencia de los hebreos
mercaderes en los campos de batalla, como predecesores de los cuervos
que tras ellos caían sobre los malheridos o los muertos, no era
demasiado a propósito para conciliar a los judíos las simpatías
populares. Tampoco pudo serlo su actuación como revendedores,
siempre encarecedores de los alimentos y el vestido; ni su
aprovechamiento de las ocasiones que se les presentaban para
practicar el agio y hacer subir las provisiones, mientras los
cristianos peleaban con los moros. Por el Fuero de Usagre sabemos que
se dedicaban a acaparar pescado los viernes –día de vigilia en que
los cristianos debían comerlo-, sin duda para elevar el precio.
De la compra por
los tenderos judíos a los mercaderes cristianos de diversos
productos, “para rreunder e ganar con ello”, da noticia el
ordenamiento de las Cortes de Burgos de 1367; los procuradores se
quejaron además a Enrique II de que los revendedores hebreos
compraban a crédito y de que luego hacían “muchas encubiertas...
por no pagar las debdas” –los pagarés diríamos hoy-, “e por
eso los mercaderes... auien perdido en pierden todo quanto les
ffiauan”. Y de sus especulaciones en casos de guerra,
especulaciones que provocaban el alza del coste de la vida, sabemos
por una prohibición de los regidores de Burgos de 2 Marzo de 1484;
abiertas ya las hostilidades con Granada, ordenaron que ningún judío
comprase; vendiese o trocase “cosas algunas de mantenimiento para
las tornar a revender”. Fueron sin embargo su creciente y
desaforado enriquecimiento y su rápido y continuado trepar a cargos
de confianza en la administración pública, los que encendieron el
fuego de la saña popular contra los hebreos, en la España islamita
primero y en la España cristiana después. Porque se enriquecieron a
costa de la miseria del pueblo y por añadidura le trataron con
altivez y orgullo, desde los puestos de confianza que ocuparon cerca
de los sultanes del sur y de los reyes del norte.
Pero otra vez
quiero hacer justicia a los judíos descargándolos de una parte de
responsabilidad en su explotación y señoreamiento de las masas
populares cristianas. Por un extenso círculo se persiguieron durante
siglos, en vertiginosa carrera, apremios, necesidades, ambiciones,
violencias y sañas. La lucha contra el moro requería fuertes sumas
porque era preciso pagar soldadas a los guerreros profesionales mas
eficientes, los infanzones o hijosdalgo –he demostrado tal
precisión al estudiar el régimen vasallático beneficial
castellano- y era también preciso aprovisionar a todo el ejército,
en su mayor parte sólo obligado a acudir a campaña con pan de tres
días –véanse el estudio de Palomeque sobre el ejército
castellano y los fueros municipales de las dos monarquías. Las
singularidades de la organización militar de los reinos cristianos
de España encarecían extraordinariamente la guerra.
Se han estudiado
las gloriosas jornadas que llevaron a Aragón hasta Valencia y
Mallorca y a Castilla hasta Murcia y Sevilla; nadie se ha parado a
calcular las inmensas sumas que costaron esas campañas iniciadas con
la batalla de las Navas de Tolosa. Y los gastos aumentaron en seguida
cuando necesitaron armar o costear escuadras: Aragón para su
expansión por el Mediterráneo y Castilla para cortar el paso del
Estrecho a las huestes africanas. Se nos ha conservado el presupuesto
de lo que podría costar el sitio de Algeciras durante medio año,
presupuesto elevado a Sancho IV poco antes de su muerte, por Juan
Mateo, su camarero mayor, y por Ferrand Martínez, su “chanceller
de la poridat”. Calcularon ambos que solo para pagar la flota y los
“ingenios” serían necesarios poco menos de dos millones de
maravedís; y sus cálculos fueron enormemente superados por la
realidad, cuando Alfonso XI sitió Algeciras desde agosto de 1342 a
marzo de 1344.
Sí; la lucha
contra el moro exigía sumas colosales. De las páginas de las
crónicas brincan datos precisos: de la angustiosa situación
financiera en que los reyes se hallaban con frecuencia en muchas de
sus campañas, y del fracaso de algunas por falta de recursos. Sólo
la cuantía enorme de sus gastos de guerra explica las contribuciones
extraordinarias exigidas por los reyes a las iglesias de sus reinos
–Alfonso VII tomó varios miles de doblas del tesoro del Apóstol,
Alfonso VIII recaudó el tercio de todas las rentas eclesiásticas en
vísperas de las Navas, Sancho IV requirió con violencia fuertes
cantidades a todos los obispos del reino para hacer frente a los
Benimerines... Y también necesitaron los reyes sumas enormes para
comprar la lealtad de los inquietos y rebeldes magnates durante las
largas y difíciles guerras civiles que agitaron Castilla en la
tardía Edad Media, el Padrón de Huete de 1291 señala una parte de
las soldadas que percibían los nobles castellanos en tal fecha.
Apremiados por
tales angustias de dinero, los reyes no podían sentir demasiados
escrúpulos para aprovechar al máximo la capacidad tributaria de su
pueblo y en particular la que les ofrecían las riquezas de la grey
hebraica. Convertidos los judíos en agentes fiscales de los
príncipes por obra de una serie de infelices coincidencias
históricas que estudiaré después, bajo el regio patrocinio los
judíos explotaron por duplicado a los cristianos. Por duplicado,
porque les tomaban con creces los tributos que recaudaban para el
erario y porque, para levantar sus propias cargas tributarias sin
merma de sus fortunas, aumentaban ellos los intereses usurarios o las
ganancias comerciales que obtenían de las masas adoradoras del
Crucificado. Y esas masas al sentirse doblemente apremiadas por los
hebreos recaudadores y por los hebreos prestamistas y comerciantes,
les regalaban con una saña creciente, gritaban al rey sus agravios
y, en cuanto flanqueaba la regia autoridad, entraban a saco en las
juderías y hasta se daban el placer de ensangrentarlas.
Eso hicieron los
hombres de Castrogeriz al morir Sancho III el Mayor en 1035; los de
Castrogeriz, Cea, Carrión y Valle de Anebra, a la muerte de Alfonso
VI en 1109; los de Astorga, Mayorga, Benavente, Toro, Zamora,
Salamanca, Granadilla y Ciudad Rodrigo en 1230, el día en que murió
Alfonso XI de León; los de Navarra en 1327, durante el interregno
que siguió al fallecimiento sin hijos de Carlos IV de Francia; y los
de Andalucía y de España toda, poco después de morir Juan I de
Castilla, en 1391. “Daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la
moza a él...” Como en una carrera de galgos la liebre mecánica
avanza, siempre inalcanzable, aumentando la velocidad de los sabuesos
corredores, así los crecientes gastos de la guerra –de la guerra
contra el moro y de las guerras civiles- aceleraban la veloz carrera
en que unos tras otros avanzaban, como galgos jadeantes, necesidades,
exigencias, abusos, extorsiones, odios: del rey, de los caballeros,
de los judíos y del pueblo.
El rey no podía
interrumpir la lucha; un desmayo o una pausa podían comprometer el
esfuerzo de un siglo o podían hacer perder la mas promisoria ocasión
de una centuria. Y tras los apuros fiscales de los príncipes
corrían, raudos, la insaciable ambición de rentas y señoríos de
los nobles, los brutales abusos y extorsiones de los judíos y las
feroces sañas del pueblo. En la multisecular carrera fue el pueblo
el único que no obtuvo compensación a sus sacrificios. Los reyes
vieron crecer las fronteras de sus reinos a la par que aumentaba su
fuerza política en Europa. Los nobles se embolsaron lindamente las
soldadas que percibían y acrecentaron su poder señorial con los
despojos territoriales ganados al Islam. Una oligarquía hebraica se
enriqueció fabulosamente con los arrendamientos de los impuestos y
con sus préstamos usurarios y con su comercio al menudeo. El pueblo
cristiano tributario consiguió, sí, libertades personales y nuevos
hogares en las tierras recién conquistadas a los moros, cuando hubo
de soportar la triple succión: de la ventosa señorial –los reyes
concedieron a las dos aristocracias clerical y nobiliaria el señorío
de cada vez mayor número de poblaciones y lugares; de la ventosa
fiscal –los tributos crecían y crecían sin cesar; y de la ventosa
de la usura judaica –de la que jamás pudieron liberarse-, porque
“los malos años”, frecuentes en León y Castilla, obligaban a
caer en las garras de los hebreos a labradores, menestrales y
merchantes.
Pero si el rey y
el pueblo estaban en el juego por ley del destino, los hebreos habían
entrado en él voluntariamente, movidos por su devoción hacia los
bienes materiales –obsérvese el orden valorativo con que el
piadoso rabí español Abraham ben Salomón de Torrutiel enumera las
pérdidas sufridas por algunos de los judíos expulsados de España:
“Muchos –dice- se dirigieron al reino de Portugal, bajo el poder
del rey don Juan hijo del rey don Alonso, y allí dejaron sus
bienes, su plata y su oro, los hijos y las hijas” –devoción
que las masas populares peninsulares calificaban de codicia. De haber
sido otro temperamento de los judíos, habrían podido vivir como en
los primeros siglos de la reconquista, ni envidiados ni envidiosos.
Pero la ambición los movió a entrar en la carrera de apremios,
exigencias, abusos y extorsiones que llenó la historia de los reinos
cristianos españoles. El pueblo vio crecer el contraste entre su
pobreza y la riqueza de los hebreos y entre su humillación y el
poderío de sus explotadores.
¿Cómo no había
de sentir creciente cólera y creciente odio contra el gremio de los
recaudadores y de los usureros judíos, mimados por los reyes,
enriquecidos a su costa y a los que veía vivir con lujo sólo
equiparable a su miseria? ¿Miseria? ¿Lujo? ¿Protección regia?
Cuando se estudie el régimen dietético de las masas populares
causará asombro cómo pudieron sobrellevar el hambre crónica.
Recuerdo algunas noticias sobre lo que comían los labriegos
castellano-leoneses en los días que prestaban sernas, es decir, en
los días que trabajaban las tierras del señor y eran por él
alimentados –de ordinario recibían pan, vino y condimento para el
primero; a veces algunas porciones de queso, y sólo muy
excepcionalmente algo de carne –y cabe sospechar que a diario
comerían mucho menos. Robos de quesos por gentes de condición
humilde atestiguan lo imperioso de su necesidad; sólo ésta podía
moverlas a correr los peligros que sus hurtos solían suscitarles.
Mucho debía apremiar el hambre a algunas mujerucas de tierras
burgalesas para prestarse a ser alcahuetas de los arciprestes por
unos celemines de trigo; sabían que de ser descubiertas –alguna lo
fue según nos cuenta el Libro de los fueros de Castilla- eran
terriblemente castigadas.
Documentos de
Celanova de hace un milenio han conservado testimonio de una Casa de
Pinna que en los años malos otorgaba renovos –es decir
préstamos- a desdichados campesinos que acababan cediendo sus
tierras al cenobio citado y convirtiéndose en sus colonos, para
poder pagar sus deudas. ¡Los años malos! Los frecuentes y terribles
años malos en que la sequía prolongada, la helada a destiempo, el
granizo primaveral, la tronada antes de la recolección, una epidemia
del ganado... sumían en la miseria a zonas diversas del reino y aun
al reino todo. ¡Y todavía los había peores! Los años en que los
musulmanes entraban el país a sangre y fuego y quemaban mieses y
viñedos, incendiaban frutales, olivos o encinares, robaban ganados,
destruían caseríos, aldeas y hasta villas, y condenaban a empezar
de nuevo su vida a los moradores en la región visitada por sus
huestes –después de la derrota de Alarcos (1195) fue arrasado el
valle del Tajo y fueron combatidas Trujillo, Talavera, Escalona,
Madrid, Guadalajara... Y los años de discordia civil, en que los
magnates castellanos producían en el reino daños semejantes y
hambres parejas a las provocadas por los guerreros musulmanes –en
las Cuentas de Sancho IV (1292-94) se da noticia de varios pueblos en
que no se pudo recaudar ningún tributo, porque habían sido
quemados.
El cielo, el
suelo y los hombres hicieron en la España medieval áspero y duro el
diario existir y llegaron a hacerle terrible y cruel en los años
pésimos –algunos anales hablan de los “años inicuos”. Los
publicanos y los usureros judíos vinieron a agravar tal situación.
Con la ayuda de los reyes. Porque éstos no se limitaron a entregar a
los hebreos el arriendo de las rentas del erario, para explotar al
máximo la capacidad tributaria del pueblo y poder defenderse de la
turbulenta aristocracia y de los asaltos del Islam africano y
español. Ganados por la magia de la influencia que los judíos
ejercían sobre ellos, colaboraron a su enriquecimiento a costa de
las masas populares. A fin de obtener la votación de nuevos recursos
fiscales cedían, a veces, a las peticiones de las cortes contra
usureros y publicanos, pero nunca hacían luego cumplir las leyes
dictadas a petición de los procuradores; y recaudadores y
prestamistas seguían cometiendo los abusos y extorsiones
acostumbrados.
Algunos
soberanos, como Alfonso X y Sancho IV, entregaron a los arrendores
judíos derechos de pesquisa y castigo sobre los ciudadanos todos del
reino, desde los caballeros a los clérigos. Y otros llegaron a
favorecer a los usureros: Fernando IV prohibió a los canónigos de
Toledo, so pena de la vida y de confiscación de bienes, excomulgar a
los hebreos prestamistas siguiendo órdenes del Papa; y en su tiempo,
probablemente ante la resistencia de los cristianos de Miranda a
pagar sus deudas a los judíos, se negaron éstos a satisfacer sus
impuestos, y los preceptores recibieron órdenes de cobrar los
tributos de la aljama embargando, no a los hebreos, sino a sus
deudores. Alfonso XI dictó una cruel ley contra los cristianos que
debían dineros a los judíos y pospuso de ordinario la miseria del
pueblo a las quejas de los hebreos que declaraban no poder pagar los
tributos por no poder cobrar sus créditos contra los cristianos. Y
Baer ha publicado una carte de Juan I de Aragón a Juan I de
Castilla, fechada en 1387, solicitando su ayuda para que dos judíos
de la familia de los Leví burgaleses cobrasen los créditos que
poseían sobre dos pueblos castellanos. ¡Miseria del pueblo! ¡Lujo
y orgullo de los judíos! ¡Usureros y publicanos hebreos! ¡Regia
protección a la minoría inasimilable, odiada por sus vasallos
cristianos! Veamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario