6-El
desenlace trágico: Se acercaba el fin de la tragedia. A la par
habían crecido la riqueza, el orgullo, el poder y la osadía
hebraicas y el odio popular contra “aquella mala y atrevida gente”
de los hebreos. El asesinato de don Yuçaf Pichon y su castigo
implacable debieron alentar en el pueblo los deseos y las esperanzas
de obtener venganza pronta de la explotación usuraria, de las
extorsiones fiscales y de las humillaciones y agravios que los judíos
les habían hecho padecer. El rey nuevo no rompió sin embargo con la
tradición de sus mayores; y usureros y recaudadores judíos
siguieron viviendo a sus anchas. Pero no cedió la hostilidad
antijudaica de las masas. No fue muy firme la situación del
soberano. Sufrió las acometidas sincrónicas del duque de Lancáster
–casado con una hija de Pedro el Cruel- y del rey de Portugal con
él aliado; enfrentó la revuelta de su hermano bastardo Alfonso,
conde de Noreña, y vio fracasar en Aljubarrota (1385) sus campañas
portuguesas en defensa de los derechos de su mujer. La debilidad de
la Corona –Juan I fue el rey mas parlamentario y constitucional de
Castilla- y la conciencia que de ella tuvo el pueblo, contribuyeron a
que arreciase el ímpetu y la enemiga contra los judíos,
coincidiendo con una vacilación en el apoyo que solían prestarles
los príncipes.
El rey hubo de
ceder a las eternas pretensiones de las cortes contra la grey
hebraica, y como los cristianos empezaban a traducir en obras su saña
contra ella, don Juan hubo de encomendar a su guardia personal, a los
“monteros de Espinosa”, la defensa de las aljamas de aquellos
lugares donde la corte se detenía en su continuo peregrinar a través
del país y la protección de los judíos que acompañaban a la corte
en sus viajes. Las masas que solían concurrir a tales poblaciones
con ocasión de la presencia en ellos del cortejo real habían
comenzado a maltratar de hecho a esos dos grupos de judíos y el rey
se veía forzado a proveer a su seguridad. Y no sólo Castilla,
España entera había llegado a saturarse de electricidad
antijudaica. Los judíos no habían logrado en los reinos de la
corona aragonesa una posición tan firme y alta como en los de
Castilla. Por la naturaleza no divinal de las guerras mantenidas por
los condes-reyes, desde que iniciaron su política de expansión en
el Mediterráneo con la expedición de Pedro III a Sicilia, en 1282,
había surgido una vivaz fricción entre los soberanos, necesitados
de recursos, y las oligarquías nobiliarias y urbanas de Aragón,
poco propicias a abrir sus bolsas para sostener aventuras
extrapeninsulares.
Esa fricción,
que a veces se convirtió en pugna violenta, desarrolló el sentido
jurídico de los súbditos del conde-rey y obligó a éste a no herir
susceptibilidades. Por ello los soberanos aragoneses no tuvieron
almojarifes hebreos; desde el reinado de Jaime I fueron éstos
obligados a vivir en barrios separados; desde los días de Pedro III
debieron llevar señales sobre sus trajes; los intereses usurarios
que cobraban los prestamistas judíos no alcanzaron las cifras que en
Castilla y fueron mas perseguidos sus abusos. Pero en la
confederación aragonesa también medraron una serie de familias
hebreas al socaire de los príncipes: los Caballería, los
Alconstantiní, los Perfet, los Rabalía, los Santángel; también
sufrió el pueblo los zarpazos de la usura judía; también se
concentró de ordinario el numerario en manos de los hebreos en la
mayor parte de las ciudades y villas del país y, lo que no había
ocurrido en tierras castellanas, hubo a veces bailíos o gobernadores
judíos –Salomón Alconstantiní fue baile general de Cataluña en
el reinado de Jaime I- y los reyes ampararon a algunos judíos que
blasfemaron contra Jesús, la Virgen o los misterios de la fe
cristiana. Por todo ello también las masas populares de Cataluña,
Aragón y Valencia odiaban intensamente a los hebreos en la segunda
mitad del siglo XIV.
En el último
tercio del mismo había llegado a ser tan alta la tensión
antijudaica en toda España –esa comunidad de sentimientos de los
españoles es un síntoma de la unidad del pueblo hispano, olvidado
por quienes la niegan- que bastó el motín provocado contra los
hebreos de Sevilla por las exaltadas prédicas demagógicas del
energúmeno Fenant Martínez, Arcediano de Écija, para que en unos
días se extendiera por todos los reinos españoles una oleada de
desmanes y de robos contra las juderías. Es bien sabido que Fernant
Martínez, quien venía siendo amenazado por las autoridades civiles
y eclesiásticas de Castilla, aprovechó la doble acefalía provocada
por el accidente que costó la vida a Juan I y por la muerte del
arzobispo hispalense Barroso, para lanzar a las turbas contra los
judíos sevillanos el 6 de junio de 1391. Pero aquélla chispa
alumbró un incendio general. Con una velocidad casi increíble
corrió por toda España la noticia del suceso y, con ella, la ola de
asaltos, de muertes y de robos –la superior unidad de España se
acreditó entonces de modo preciso, porque tales crímenes no se
extendieron mas allá de sus fronteras pirenaicas-, realizados a
veces enfrentando las medidas tomadas por los reyes, y a veces, como
ocurrió en Valencia, sin respeto para las mismas personas de los
príncipes. Los odios acumulados en tres siglos por los abusos y
exacciones de los usureros y publicanos judíos y por la soberbia y
el poder de los privados hebreos de reyes y señores, habían
provocado una de las mas graves crisis de la historia española.
No para
disculpar tales atrocidades, sino para situarlas en el ambiente
histórico en que ocurrieron, importa consignar que mas allá del
Pirineo, en la dulce Francia, muy pocos años antes el pueblo había
arremetido contra los judíos con extrema barbarie. Habían sido
expulsados dos veces del país, pero seguía habiendo hebreos en
París, en Rouen y en muchas otras ciudades francesas, pues no solo
en España dejaban de cumplirse las leyes apenas dictadas. Les habían
sido tomados sus hijos para ser bautizados; entre las acusaciones de
la universidad y la clerecía de París que ocasionaron la caída del
preboste Hugo Aubriot, figuró la de habérselos devuelto. Durante la
oleada demagógica que estalló tras la reunión de los Estados
Generales del 14 de noviembre de 1380, el pueblo se lanzó contra los
judíos. Los nobles, para librarse de sus deudas, alentaron a los
amotinados; fueron asaltadas y robadas las casas de los hebreos, sus
libros de cuentas destruidos y sus hijos bautizados a la fuerza. Y
otro tanto ocurrió en Chartres, Monterau, Nantes, Senlis, Rouen.
Para obtener subsidios de los estados, el gobierno tuvo que dictar
duras disposiciones antisemitas: se limitó el interés legal de los
usureros judíos, se prohibió a todos los hebreos poseer inmuebles y
se suprimió la jurisdicción especial que les había concedido
Carlos V. Pero estos acuerdos (marzo de 1381) no fueron bastantes
para impedir nuevos asaltos y saqueos a los judíos de Rouen y de
París en los primeros meses de 1382.
Habían padecido
los judíos tantas horas crueles en todos los países durante los
largos siglos que duraba ya su exilio, que ni los hebreos españoles,
castigados por la persecución, ni los peninsulares entre los que
vivían apreciaron, entonces, la gravedad que para unos y otros tenía
lo ocurrido. Muchos miles de hebreos, llenos de pánico, pidieron y
obtuvieron el bautismo. Ese gran número de apostasías que no
permite atribuir a los judíos españoles demasiada firmeza en su fe
ni demasiado valor martirial, ha sido atribuido por el historiador
israelí contemporáneo Baer al triunfo, en grandes sectores de la
población hebraica peninsular, de un morboso racionalismo averroísta
y de un epicureísmo decadente. Tales racionalistas y epicúreos, los
que no siéndolo se dejaron ganar por el miedo en 1391 y los que por
serlo se convirtieron luego libremente –tras las disputas de
Tortosa o al correr del tiempo- dejándose arrastrar por la
corriente, constituyeron en adelante un elemento híbrido, enquistado
dentro de la sociedad cristiana española y por largo tiempo no
asimilado por ella. En su gran mayoría los conversos permanecieron
fieles a su fe, no cambiaron, claro está, en 24 horas su hábitos
temperamentales, no renunciaron a su gusto por los negocios
crediticios, fiscales y mercantiles, y como en su calidad de
cristianos nuevos adquirieron los derechos y prerrogativas de los
viejos sin mudar de vida ni de credo, el pueblo español se encontró
en el siglo XV con que los odiados judíos podían ahora seguir
extorsionándole y explotándole como antaño, y no sólo desde fuera
de sus cuadros sociales sino desde fuera y desde dentro de sus filas.
Sus falsos
hermanos de fe pudieron ahora gobernarles desde los puestos de mando
que llegaron a ocupar cerca de los reyes y en el regimiento de las
ciudades. Pudieron escalar las altas jerarquías nobiliarias, por los
matrimonios con ricas hebreas de muchos aristócratas o que se
enamoraban de algunas beldades hijas o nietas de conversos. Y
pudieron ascender a las altas jerarquías eclesiásticas, porque
llegaron a recibir las órdenes sagradas algunos judíos recién
convertidos y muchos hijos y nietos de judíos. Como junto a tales
cristianos nuevos, de estirpe y de psiquis judías, siguieron
viviendo en España miles y miles de hebreos fieles a sus tradiciones
y a su fe, el problema de la convivencia de judíos y españoles se
complicó sobremanera para siempre. Y al correr de la décadas se
anudó, de prisa, el nudo trágico de la futura historia religiosa
española. Los reyes siguieron como hasta allí protegiendo a los
judíos y sirviéndose de ellos. Continuaron utilizándolos para
ordeñar las fláccidas ubres de la miseria plebeya en provecho de su
erario.
Continuaron
arrancándoles, cuando llegaba el caso, buena parte del fruto de sus
rapiñas a los cristianos, mediante la exigencia de fuertes
contribuciones ¡voluntarias! Y a las veces continuaron utilizándolos
como médicos y como agentes oficiosos. Aunque buen número de los
mas destacados hebreos de Castilla habían sido asesinados o se
habían hecho cristianos, poco después de 1391 encontramos otra vez
personajes judíos en la corte o en la administración financiera de
Enrique III. Tuvo como médicos a Mosé ben Zarzal y a don Mayr
Alguadés; Yosef ben Verga fue su almojarife en el reino de Toledo y
otros hebreos como don Salomón ben Arroyo ocuparon diversos cargos
fiscales. Don Abraham Benveniste de Soria sirvió como tesorero a
Juan II. El filósofo R.Yosef ben Sem Tob fue contador mayor de
Enrique IV y su enviado en Portugal para negocios matrimoniales, y el
rabino Jacob ben Núñez, su médico. En Aragón, Hasday Crescas gozó
de la confianza de Juan I, y a la muerte de Fernando de Antequera,
cuyo celo proselitista es conocido, los judíos volvieron a acercarse
a la corte y otro Crescas, médico y astrólogo sirvió, por ejemplo,
a Juan II.
Queda dicho y
probado antes que después de 1391 los judíos siguieron ejerciendo a
sus anchas el repugnante oficio de usureros, no obstante las
prohibiciones de las leyes castellanas y a pesar de las
reglamentaciones restrictivas de los reyes aragoneses. Y en Castilla
sobre todo siguieron siendo recaudados por judíos buena parte de los
impuestos indirectos y aun de todos los ingresos del erario; fueron
judíos los almojarifes, arrendadores y cogedores de muchos estados
señoriales, y-novedad que irritaba a los castellanos- judíos
arrendaron o recaudaron las rentas de iglesias o concejos. Las Cortes
de Ocaña de 1469 protestaron airadas contra todas las actividades de
los hebreos; y de la mas novedosa de entre ellas dan noticia los
documentos locales: recordemos, como ejemplos, casos de Burgos y del
Puerto de Santa María. El deseo de los reyes de explotar al máximo
la potencia tributaria de su pueblo continuó moviéndolos a fijar
precios tan elevados a los arriendos de los impuestos, que solo los
judíos, maestros en el arte de esquilmar a los pecheros, se atrevían
a pujarlos. “Creemos –dijeron los procuradores en Ocaña a
Enrique IV- que sy vuestras rentas estouisen en rrazonables preçios,
avria christianos quelas tomasen e a estos se devria dar avn por
menores preçios, avria christianos quelas tomasen e a estos se
devria dar avn por menores preçios segund quieren las leyes de
vuestros rreynos”. Desde hacía casi un siglo venían prohibiéndose
en los Ordenamientos de Cortes las actividades fiscales de los
hebreos, pero como los reyes habían accedido siempre de mala gana a
las peticiones de los procuradores contra los judíos, nunca hicieron
cumplir sus propios mandatos, sin embargo de las continuas protestas
de los representantes populares. Y los éxitos de los arrendadores y
recaudadores judíos de las rentas reales y el tufillo a pecado
hebraico que el arriendo y recaudación de impuestos había
adquirido, acabaron poniendo en manos de hebreos los ingresos de
señores, iglesias y concejos, como queda dicho.
No se
interrumpió tal estado de cosas con la muerte de Enrique el
Impotente. Los usureros y arrendadores judíos siguieron
extorsionando a las masas populares hasta durante el reinado de los
reyes católicos. Éstos continuaron velando por la seguridad de las
juderías y prosiguieron arrancándoles fuertes sumas, ahora para la
guerra de Granada. Don Abraham Senior aparece como cobrador mayor de
Castilla y tesorero de la Santa Hermandad; don David Alfacar fue
arrendador de los impuestos en Murcia; los hermanos Abraham y Vidal
Benveniste, en Guadalajara. Siguieron muy arrimados a los reyes otros
varios judíos: R. Mayr, R Yehuda ben Verga, Ishaq Arbanel... Éste,
que intentó hacer revocar el decreto de expulsión, en su comentario
al Libro de los Reyes refiere: “Yo estaba allí en la corte...
Imploré a mis amigos que gozaban del favor real para que
intercediesen por mi pueblo y los mas principales celebraron consulta
para rogar al soberano con todas sus fuerzas que retirara las órdenes
de cólera y furor y abandonara su proyecto de exterminio de los
judíos”.
Y estas palabras
que copia Salomón ben Verga en la Vara de Judá, atestiguan
que en 1492, como en los días del Canciller Ayala y como siempre,
los judíos poderosos contaban con la amistad y ayuda -¿bien pagado,
como en los tiempos del Rimado de Palacio y en los de Fernán
Pérez de Guzmán?- de los privados y familiares de los reyes. Ni los
príncipes, ni los grandes, ni los judíos habían escuchado la
terrible lección que los terribles progromos de 1391 les gritaron al
oído. Continuaron como si nada hubiese ocurrido. Los reyes
contemporizaron con las cada vez mas sañudas peticiones
antihebraicas de las cortes, pero, apenas otorgadas, se burlaban del
pueblo no imponiendo su cumplimiento. Los privados de los reyes no
interrumpieron su tradicional protección a los judíos, en algún
caso por sincero deseo de aprovechar sus saberes, la mas de las veces
guiados por intereses menos elevados. Y los hebreos no supieron
cambiar su estilo de vida y se limitaron a hacer –como siempre
habían hecho, según Castro- “lo que les acarreaba provecho
económico o prestigio social”.
Ante aquella
perduración de las viejas prácticas de reyes, grandes y judíos se
acrecentó el odio del pueblo hacia la grey mosaica. En 1406 los
cordobeses se alzaron otra vez contra ella, y Enrique III de Castilla
impuso una multa de veinticuatro mil doblas a los justicias de
Córdoba por negligencia en la defensa de los judíos. Fracasaron los
de Juan I de Aragón de restaurar las aljamas de sus reinos: los
barceloneses se negaron, con firmeza, incluso a que volvieran a vivir
judíos entre ellos y llegaron a obtener un privilegio de Alfonso V
reconociéndoles el derecho de que no hubiese judería en la ciudad.
De vez en cuando –lo reconoce la pragmática de Juan II de 1443-
siguieron estallando aquí y allí motines contra los hebreos. Y en
los días de Enrique IV, por ejemplo, los guipuzcoanos mataron al
judío don Gaon, natural de Vitoria y recaudador del pedido de
aquella tierra. Obsérvese cómo seguían coincidiendo en su pasión
antijudaica todos los españoles: de Cataluña a Andalucía y de
Andalucía al País Vasco. Entretanto progresó en proporción
geométrica la infiltración de los conversos en el regimiento del
estado y de la iglesia. Los Santa María burgaleses adquirieron una
influencia enorme en Castilla.
Don Pablo
–confieso que no veo claro en el problema de la data de su
conversión y por ende en lo piadoso o interesado de la misma- llegó
a ser, como es sabido, obispo de Cartagena y de Burgos, y luego
canciller mayor del reino... y alcanzó tal poderío que en una
ocasión doce de las veintidós sedes episcopales castellanas
estuvieron en manos de sus familiares, amigos y protegidos. Sus hijos
y hermanos escalaron también muy altos puestos: obispados,
embajadas, regimientos urbanos, procuradurías a cortes, prebendas
eclesiásticas...; don Alonso de Cartagena llevó la voz de Castilla
en Basilea; don Álvar García de Santa María fue encargado
oficialmente de historiar el reinado de Juan II.... y todos lograron
reunir pingües fortunas –las obras del P. Serrano y de Cantera
permiten ampliar tales noticias. Y como el bautismo no había privado
a los judíos de sus talentos y habilidades, ni de su devoción por
la riqueza, ni de su sutileza para captar la voluntad de los
príncipes, los conversos siguieron enriqueciéndose con sus negocios
tradicionales, consiguieron cada día mayores y mas firmes posiciones
en la corte, en el gobierno central, en el de las ciudades y en el de
la misma iglesia, y llegaron a conseguir señoríos y mandos
militares. Parece seguro que continuaron practicando sus
tradicionales negocios de préstamos: Cantera ha dado noticia de los
numerosos créditos dinerarios de Álvar García de Santa María, y
en las Coplas del Provincial se dice del converso Álvar Pérez
de Castro: “daba de continuo a logro ciento por ciento e
cinquenta”.
Los graves
sucesos de Toledo de 1449 se iniciaron con el asalto a la casa del
converso Alonso de Cota, que hacía cabeza de los recaudadores del
empréstito solicitado de Toledo por don Álvaro de Luna. Durante el
reinado de Enrique IV rigió la hacienda de Castilla el converso
Diego Arias Dávila, secundado por un cuerpo de contadores, en su
mayoría también conversos. En 1480, al establecerse la inquisición
en Sevilla, los mas comprometidos conversos de la ciudad gozaban de
sustanciosos arriendos: Juan Fernández Abolafia tenía arrendadas
las aduanas reales; Ayllon Perote, las salinas; los hermanos
Sepúlveda y Cordobilla, las almadrabas de Portugal... Y podrían
multiplicarse los ejemplos de las actividades fiscales de los
“marranos”. Basten algunos para acreditar la riqueza de los
mismos. Pedro Sarmiento sacó en Toledo en 1449 doscientas acémilas
cargadas del oro, plata, tapicerías, brocados... fruto de sus
saqueos a algunos mercaderes conversos de la ciudad. El
enriquecimiento de Diego Arias Dávila le permitió casar a su hijo
con una nieta del primer marqués de Santillana, sobrina del primer
duque del Infantado. En 1480, Diego Susan, sin duda descendiente del
almojarife de Alfonso VIII, Ibn Xuxan, poseía una fortuna valuada en
diez millones de maravedís. Y no menos poderosos eran otros
conversos judaizantes: Manuel Saulí y Bartolomé de Torralba. Diego
Arias Dávila llegó a ser señor de Torrejón y Álvar Gómez de
Cibdat-Real, de Maqueda.
Diversos
conversos aragoneses llegaron a tener mando de tropas; sirva de
ejemplo el ejercido mas de una vez por Ximeno Gordo. Los conversos
castellanos formaron a modo de un partido político durante el
reinado de Juan II. Y producen estupor las noticias que recogió
Amador de los Rios –pueden hoy ser muy ampliadas- sobre los cargos
que los conversos desempeñaron en los reinos de Castilla y de
Aragón. La máquina política y administrativa del estado se hallaba
cada día mas en sus manos: desde los consejos reales hasta los
regimientos de los concejos. Los reyes católicos gobernaron rodeados
de conversos. Un converso aragonés, Mosen Pedro de la Caballería,
negoció su matrimonio, el matrimonio que iba a hacer a España. De
los cuatro que en sus días, según la copla, traían al reino al
retortero: “Cárdenas y el Cardenal –y Chacón y Fray Mortero”,
el último era converso. Conversos eran los tres secretarios de la
reina: Hernando Álvarez, Alfonso de Ávila y Hernando del Pulgar, y
éste fue su cronista de cámara. Los Caballería, los Santángel y
otros conversos ocuparon cargos de la mayor confianza cerca de don
Fernando- uno de ellos, Luis de Santángel, escribano de ración,
prestó a los reyes parte de las sumas empleadas en el descubrimiento
de América. Eran numerosos los conversos en el consejo de ambos
soberanos.
El doctor
Pablos, también converso, fue embajador en Londres durante las mas
difíciles horas londinenses de la todavía infanta Catalina...
Amador de los Rios escribió: “Con razón decía Fray Alonso de
Hojeda que los conversos lo llenaban todo”. La creciente riqueza y
el creciente poder de los conversos no podían ganarles la simpatía
del pueblo, pero no sé si habrían sido bastantes para alzar contra
ellos el odio popular. La diferencias religiosas habían suscitado,
claro está, la inicial antipatía de los cristianos contra los
judíos y habían contribuido sin duda a agriar las relaciones entre
ellos; por obra, muchas veces, de las prédicas de clérigos y
frailes, sobre todo. Pero no cabe negar que habían sido: la
explotación usuraria, comercial y fiscal del pueblo por los
prestamistas, revendedores y publicanos hebreos, el escándalo de sus
riquezas y de su lujo, y los trallazos de su soberbia, las
principales causas de saña antihebraica de las masas. Solo a ellas
aluden de continuo las cortes; ni una vez elevaron éstas su voz
contra los judíos por motivos religiosos. A ellas atribuye el odio
del pueblo contra sus hermanos de raza el historiador hispano-hebreo
Salomón ben Verga.
Y las
diferencias de credo entre cristianos y mudéjares nunca suscitaron
la extrema animosidad de los primeros contra los segundos. Las falsas
conversiones de los judíos añadieron mucha cargazón religiosa a
las viejas causas de la enemiga antijudaica de los peninsulares. Las
palabras de Fernán Pérez de Guzmán sobre los conversos descubren
el estado de la opinión pública frente a ellos. Esta defensa, con
no pocas reservas, de algunos conversos fervorosos, reconoce
que aun de ese fervor dudaban muchos y ni oculta la realidad de la
hipocresía de los mas ni la educación en ella de sus descendientes;
Fernán Pérez de Guzmán no se habría atrevido si no a proponer la
drástica medida de apartamiento de padres e hijos para lograr la
catequesis de los últimos. Nadie ignoraba por tanto la apenas
disimulada adhesión de los conversos a su vieja fe mosaica. Se
sospechaba incluso que algunos de los que parecían mas piadosos y no
pocos de los que habían recibido órdenes sagradas se burlaban de
los dogmas en que simulaban creer y de los ritos que aparentaban
practicar. Y las sospechas eran ciertas. Parece seguro que
incurrieron en tal doblez algunos conversos de los mas destacados por
su aparente celo religioso; personajes de tal relieve como Pedro de
la Caballería, autor de la obra Zelus Christi contra judaeos,
sarracenos et infideles. Y consta en verdad que algunos clérigos
“marranos” se pintaban una cruz en la parte de la camisa llamada
a cubrir las posaderas; y que otros, en lugar de la fórmula de la
consagración, pronunciaban palabras sarcásticas. Habrían debido
anticiparse muchos siglos a su época las masas populares hispanas
para que hubieran podido admitir como normal su tolerante convivencia
con los falsos conversos y para que hubieran asistido indiferentes a
la burla de los misterios de su fe por ellos.
Las sospechas y
las certezas de tales falsías y de tales burlas dieron un matiz
marcadamente religioso a la fricción entre cristianos nuevos y
viejos. Esa fricción fue agriada por los mismos conversos que habían
llegado a sentir auténtico fervor cristiano –luego recordaré a
otro propósito lo mucho sabido sobre ellos- y también por los
mismos fingidos y protervos conversos, porque se sintieron firmes en
su condición de cristianos nuevos y se atrevieron a enfrentar, y a
las veces a provocar, a los cristianos viejos. Y la multisecular
pugna entre judíos y españoles acabó convirtiéndose en cruenta
batalla; y en batalla la mas áspera, a la par social y religiosa.
Son de antiguo conocidos algunos de los sangrientos comienzos de esa
batalla entre cristianos viejos y nuevos. En 1449 la recaudación del
empréstito extraordinario impuesto a Toledo por don Álvaro de Luna
dio pretexto para el asalto, saqueo e incendio de las casas de los
mercaderes conversos de la ciudad; iniciaron el movimiento unos
canónigos, los secundó el pueblo, la resistencia armada de los
“marranos” agravó la situación, perdieron la vida algunos de
ellos, el rey fue impotente para reprimir el motín y se llegó a
dictar un cruel Estatuto-Sentencia contra los vencidos. En 1467
fueron los conversos quienes iniciaron el combate. Uno de ellos,
Alvar-Gómez de Cibdat-Real, hizo apalear a unos judíos que habían
osado pujar unas rentas del cabildo en su villa de Maqueda.
El cabildo lanzó
un entredicho, los marranos entraron en la catedral, asesinaron en
ella al clavero y se apoderaron de las puertas de la ciudad; pero las
campanas de la iglesia primada tocaron a rebato, llegaron en auxilio
de los cristianos viejos los labriegos de los alrededores, los
conversos y su valedor el conde de Cifuentes fueron vencidos,
ardieron sus casas y fueron colgados algunos de ellos: el licenciado
Franco entre otros. En 1473 se alzó contra los conversos el pueblo
de Córdoba, excitado porque no habían adornado sus casas al paso de
una procesión y porque, a lo que dijeron, involuntariamente una
muchacha de su estirpe arrojó agua al paso de una imagen. Don Alonso
de Aguilar y su hermano Gonzalo Fernández de Córdoba, el futuro
Gran Capitán, que intentaron contener a las turbas, fueron obligados
a acogerse con su gente a la fortaleza. La matanza de conversos se
propagó por algunas poblaciones andaluzas. Y en Jaén la defensa de
los cristianos nuevos costó la vida al condestable Miguel Lucas de
Iranzo. Y en 1474 el alcaide del alcázar de Segovia, Andrés de
Cabrera, logró vencer, en lucha feroz, el asalto sangriento por las
turbas de las casas de los conversos.
Todos estos
choques mas o menos casuales, a veces provocados por la irascibilidad
de los mismos conversos –en Aragón aprovecharon el fervor de los
zaragozanos por sus fueros y libertades para, seduciendo al pueblo,
atropellar a los aristócratas que a veces se atrevieron a
enfrentarles- arrojaron mucha leña al fuego de la pugna entre
cristianos viejos y nuevos. Creció la saña a la par social y
religiosa que el pueblo sentía contra los marranos, y entre el
pueblo es forzoso incluir no sólo a las masas sino a aquella parte
de la baja nobleza y de la clerecía menor que, al cabo, pueblo eran.
En algunos lugares los conversos fueron mas odiados que los mismos
judíos fieles a la ley mosaica. Y el reverso del desprecio con que
las masas se vengaban de su explotación por los hebreos –calificar
a alguien de judío constituyó legalmente en Castilla una injuria
grave- fue ahora el arraigo de la idea nueva de la limpieza de
sangre, con que intentaban distinguirse los cristianos lindos de los
execrados marranos. El problema llegó a ser insoluble. Los conversos
no podían volver al culto de que habían renegado y no podían
enfentarlos como judíos ni podían convivir con ellos como hermanos
de fe. Ni unos ni otros eran responsables de su ingrato destino. Era
imposible que se mudaran de prisa en sinceros cristianos los judíos
que en 1391, o después, al correr de los años, habían recibido el
bautismo por cobardía, por interés o por la fuerza. Pero no lo era
menos que los cristianos viejos soportaran con pía mansedumbre, al
cabo de las décadas, la farsa de los fingidos cristianos nuevos que,
a mas de seguir fieles a su credo religioso y de burlarse de los
dogmas y ritos cristianos, unían a la sazón el poder a la riqueza.
Pero ni los
cristianos nuevos ni los viejos estaban libres de culpa. Cierto que
el inicio del torrente de las falsas conversiones había sido
resultado de los asaltos del pueblo a las juderías en 1391, pero
esos asaltos habían sido a su vez fruto de tres siglos de
expoliación, por los judíos, de los peninsulares. Y como la mayor
parte de los conversos procedían de la minoría judaica muy devota
de la riqueza y del poder y habían en verdad apostatado por salvar
sus intereses y conservar su posición –los judíos pobres y
trabajadores en general no cambiaron de credo- y siguieron fingiendo
su adhesión al cristianismo por amor a sus caudales y por no perder
su nueva jerarquía, mayor exculpación merece a la postre la ingenua
pasión del pueblo que la interesada apostasía y la interesada
ficción religiosa de las oligarquías hebraicas. El mismo
historiador israelí contemporáneo, Baer, no ha frenado su pluma al
estigmatizarlas. El drama ya multisecular de las relaciones entre
españoles y judíos alcanzó por tanto después de 1391 proporciones
de tragedia cuya solución no podía ser sino sangrieta y bárbara.
Es lícito y hasta es justo anatemizar, en nombre de los nunca
caducos ideales de libertad y tolerancia, las sañas populares de los
españoles contra judíos y conversos, parejas, por lo demás, de las
que sintieron todos los pueblos cristianos de Europa contra ellos,
durante la Edad Media. Pero han ganado aun sino a las minorías de
mas fina sensibilidad del mundo. No podían ver la realidad social de
su tiempo y de su tierra sino conforme a las ideas y emociones
generales en su época.
Ideas y
emociones de las que participaban también judíos y conversos,
quienes no eran, claro está, mas tolerantes y respetuosos que los
cristianos con los derechos de los otros españoles, sus
contemporáneos. Lo atestiguan: la tradicional intransigencia
religiosa de los hebreos peninsulares, las injurias y atropellos que
dirigieron y realizaron los judíos apóstatas contra los que
permanecieron fieles a su fe, las de éstos contra aquéllos y la
enemiga de todos contra los cristianos. Los judíos españoles habían
mostrado desde muy temprano una extremada intransigencia religiosa.
Hacia los mismos días en que Alfonso VI daba pruebas de una gran
tolerancia en sus relaciones con los musulmanes de Toledo y con los
hebreos todos de su reino, las minorías dirigentes de la comunidad
hebraica castellana perseguían con saña a los herejes caraítas. El
cronista hispano-judío de mediados del siglo XII, Abraham ha-Leví
ben David refiere que Yosef ibn Ferrusel, Cidello, fisico y privado
del rey Alfonso, con autorización de éste “los abatió con toda
clase de humillaciones y los expulsó de todas las plazas de
Castilla, excepto de una pequeña plaza que se les dio, porque no era
lícito matarlos, ya que en aquel tiempo no se podían pronunciar
sentencias de muerte (entre los judíos)”. Pero esa persecución
realizada en 1088 no acabó con la herejía. A la muerte de Yosef ibn
Ferrusel, los caraítas continuaron inquietando a los judíos
ortodoxos. Y según cuenta también Abraham ha-Leví, Yehudá ibn
Ezra solicitó de Alfonso VII, de quien era privado: “que no dejara
abrir boca a los herejes en toda la tierra de Castilla. El rey ordenó
que así se hiciera; los herejes fueron oprimidos y no volvieron a
levantar cabeza, quedando empequeñecidos y dispersos”.
Fue esta
persecución de los caraítas la única realizada contra disidentes
religiosos en los días del Emperador. Mientras se llevó a cabo, las
fronteras castellano-leonesas se abrían de par en par a los
fugitivos hebreos de Al-Ándalus, el rey moro Zafadola y su gente
asistían a la coronación de Alfonso VII en la catedral de León, y
en Toledo trabajaban juntos y hermanados cristianos y judíos. En el
siglo XIII los hebreos siguieron imponiendo con rigidez sus ritos
ortodoxos a través de lo que pudiéramos llamar, con palabras de la
entonces imprevisible inquisición, el brazo secular de las
autoridades cristianas. En el Libro de los fueros de Castilla,
220, se castiga con penas pecuniarias diversas a los judíos que
quebrantasen sus fiestas religiosas: se amenaza con multas que
oscilan entre doce y treinta sueldos a quien en sábado o día santo
llevase armas de hierro, hiriese a otro, llamase a alguien a
declarar, se sentara “en astil, en pared o en otro lugar e touyere
las piernas colgadas”, cabalgare o dejara “ropa colgada de fuera
de su casa”. Y el Fuero Real, IV.2.1 prohibe que ningún
judío sea osado de leer libros ningunos que fablen en su ley y que
sean contra ella en desfacerla, ni de los tener ascongidos; e si
alguno los tuviere o los fallare, quemelos a la puerta de la sinagoga
concejeramente”. Tenemos además noticias del lanzamiento de
excomuniones por los jueces de los judíos castellanos en el mismo
siglo XIII.
Y Alfonso X hubo
de decretar en las Partidas, VII.24.6, muy graves penas contra los
judíos que apedreasen, hiriesen, matasen o deshonrasen a quien de
entre ellos deseara hacerse cristiano o llegara a bautizarse. La
aljama hebrea de Barcelona en 1305 se opuso a que los menores de
veinticinco años estudiaran la filosofía de los griegos, para
evitar que abandonaran luego la fe mosaica. Y a fines del siglo XIV
la comunidad judía de Tudela ordenó el castigo de los transgresores
de la ley religiosa. Por lo arraigado de esa intransigencia religiosa
entre los hebreos españoles no pueden sorprender las injurias y
atropellos de los conversos contra los que no habían apostatado y de
éstos contra aquéllos. Enrique II se dirigió así a las justicias
de Burgos a raíz de los sucesos del verano de 1391: “Sepades que
los judíos de la judería de la dicha çibdat enbiaron me faser
saber que cuando fueron robados, por pavor de la muerte desampararon
sus casas e acogieronse a las casas de los buenos de vos otros en que
agora se tornaron christianos los persiguen e les fasen muchos
males”. Y es sabido que otros muchos conversos españoles
persiguieron e hicieron mucho mal a los hebreos fieles a la ley
mosaica: Un hijo de don Pablo de Santa María cuidó de la ejecución
en España de los duros decretos de Benedicto XIII contra los judíos;
y no olvidemos los palos que el converso Álvar Gómez de Cibdat-Real
mandó dar a los hebreos que habían pujado las rentas de la iglesia
de Toledo en su villa de Maqueda.
Vendrell ha
comprobado que en Aragón, a la inversa, muchos neófitos tuvieron
que sufrir la oposición familiar y a veces la del mismo pueblo
amonestándolo porque se había enemistado con su hijo el maestro
Alfonso de Santángel que acababa de convertirse al cristianismo.
Bautizado también Berenguer de Cabra, después de la “Disputa de
Tortosa”, durante su ausencia de Calatayud, un grupo de judíos y
judías asaltaron su casa y la desvalijaron llevándose cuanto
quisieron; y en agosto del mismo 1414 tuvo una cuestión con sus
familiares que le retenían sus bienes. Astruch ben Afia también fue
robado por sus hermanos de raza después de su bautismo. Al llegar a
Barbastro de vuelta de Tortosa el converso Pedro de Santángel hubo
de reclamar contra parejas vejaciones. Y la pugna entre judíos y
“marranos” prosiguió con violencia: El judío aragonés Salomón
Bonafed aguzó sus dardos poéticos contra los hebreos tornadizos. Y
el rabino hispano-judío Abraham ben Salomón no sólo apostrofó con
ira a los “magnates, príncipes y jueces” que apostataron en
1492; refiere cómo algunos hebreos epicúreos y traidores
organizaron la persecución de sus hermanos portugueses –y de los
judíos castellanos refugiados en Portugal- bajo el reinado de don
Manuel el Afortunado.
A la vista de
esta larga serie de sucesos, que cabría multiplicar a capricho, no
es difícil adivinar cuál habría sido la conducta de los judíos
hispanos contra los enemigos de su fe, si en lugar de ser exiliados
tolerados en España hubiesen dispuesto de los resortes del poder. No
es lícito por tanto anatemizar a las masas populares españolas
porque no sintieran en el siglo XV como sentimos hoy una minoría de
hombres en la tierra. Y lo es tanto menos, porque fueron azuzadas
desde siempre por los mismos hebreos que habían ido apostatando en
la Península al correr de los siglos. Recordemos la controversia
celebrada en Barcelona en 1263 por el converso Pau Cristiá contra el
rabino Mosé ben Nahman; el ataque polémico del maestro Alfonso de
Valladolid, antes de su conversión Abner de Burgos, contra el
racionalismo religioso de los intelectuales judíos; la gran “Disputa
de Tortosa” de 1412, presidida por el papa Luna, en la cual
Jerónimo de Santa Fe, antes de su bautismo Josué ha-Lorquí,
enfrentó con violencia dialéctica a los mas famosos rabinos de
Aragón; el Hebraeo mastix (Azote de los hebreos) escrito por
el mismo Jerónimo de Santa Fe con un cruel propósito exterminador
de sus hermanos de raza; el durísimo y sombrío Scrutinium
Scriturarum de Salomón ha-Leví –mudado en Pablo de Santa
María-, formidable alegato contra los judíos hispanos; el Zelus
Christi contra judaeos del converso aragonés Pedro de la
Caballería; el Fortalitium Fidei, terrible ariete antijudaico
de Fray Alonso de Espina, también de origen hebreo... y cabría
ampliar esta lista con textos de menor importancia.
En el porvenir
de los judíos españoles mucho mas que estos ataques de sus hermanos
traidores influyó una idea muy pronto concebida por algunos otros
conversos auténticamente celosos de la fe cristiana o muy celosos de
fingir tal celo; idea que fue aceptada por los cristianos viejos y
por los mismos reyes. Se atribuyó el persistente fervor de los
cristianos nuevos por su viejo credo y por sus viejos ritos, a la
presencia junto a ellos de los judíos fieles a la fe mosaica; por el
contagio que su ejemplo provocaba en los marranos. Esa idea iba a
tener muy sombrías proyecciones históricas. Es posible, como quiere
Valeriu Marcu, que la propia voluntad de los conversos mejor
intencionados fuera impotente para imponer a su espíritu la sincera
adhesión al cristianismo, por el violento contraste de las
tradiciones dogmáticas y rituales de su estirpe con los ritos y
dogmas cristianos; contraste que alzaba en sus almas una invencible
repugnancia a las doctrinas y a las ceremonias de la religión a cuya
práctica les forzaba su apostasía. En todo caso Salomón ben Verga
declara en “La Vara de Judá” que los tornadizos llegaron a
profesar la tradicional fe de sus mayores con mas fervor que antes de
su conversión y que cumplieron las leyes judaicas con mas escrúpulo
que antes de su bautismo. Ese fervor y esa fidelidad, mas que del
contagio de los hebreos apóstatas con los no bautizados, parecen
fruto de su íntimo avergonzado remordimiento por la mudanza
religiosa a que su cobardía o su interés los habían inducido; e
inevitable resultado de la consecuente hostilidad hacia el credo que
habían aceptado para conservar su vida, su posición o su riqueza.
Pero la fantasía
triunfa a veces de la realidad. No podían adivinar esas íntimas y
subconscientes reacciones de los “marranos” ni los cristianos
viejos ni los conversos sinceramente fieles a su nuevo credo. Fueron
éstos los primeros en pensar que el contagio de judíos y
judaizantes perjudicaba en verdad la auténtica cristianización de
los últimos. Algunos de los que fingieran un falso celo cristiano
adherían a tal idea: parte por cubrir su doblez o acallar su congoja
–no puedo dudar de que algunos se sentirían torturados por una
lacerante duda interior; parte por una mezcla de vergüenza y de
rencor. De vergüenza ante quienes habían tenido el valor de
permanecer firmes en su fe. Y de rencor hacia quienes execraban su
apostasía y al mismo tiempo constituían para ellos nobles ejemplos
de rectitud moral que se alzaban acusadores ante su flaqueza o su
interés. Unos y otros conversos propusieron y defendieron con pasión
las medidas que les parecieron mas a propósito para apartar a los
hebreos apóstatas de los ortodoxos. Y los cristianos viejos,
sañudamente hostiles a los judíos desde siempre, por causas que
quedan registradas, aceptaron complacidos y esperanzados las
indicaciones de los tornadizos y las dieron fuerza de ley. Comenzaron
por creer los cristianos nuevos, celosos de su nueva fe, que el
encierro de los judíos en barrios especiales y la prohibición de
que comunicaran con los cristianos por razones de amistad, servicio,
profesión o trabajo, al apartarlos de los apóstatas facilitarían
la catequización de éstos.
Esa creencia
engendró el brutal Estatuto de 1412. Se legisló en él sobre
la habitación, indumento y atuendo de los judíos; se les prohibió
mantener cualquier género de relaciones amistosas o afectivas con
los cristianos; de servicios fuera de sus propios círculos judaicos;
se les negó autorización para tener cualquier clase de servidores o
empleados no hebreos y se les privó del derecho a concluir ninguna
clase de contratos, incluso los de pura índole laboral, con quienes
no fueran, como ellos, judíos. Fue dictado durante la menor edad de
Juan II por su madre la reina regente Catalina de Lancáster, una
inglesa extraña a la tradicional política de la realeza castellana
favorable a los judíos. Era a la sazón canciller del reino el
entonces obispo don Pablo de Santa María, antes de su conversión
rabino burgalés, Salomón ha-Leví. No puede atribuírsele con
seguridad la paternidad del bárbaro Edicto, pero por su cargo
y su influencia en la corte no puede eximírsele de responsabilidad
en aquella monstruosa disposición contra sus hermanos de raza. Si
don Pablo no fue su autor como muchos han creído –Millás entre
ellos- y creen aún que lo fue- Américo Castro juzga el Edicto
obra de un converso por su dominio del ambiente íntimo de las
juderías-, no es dudoso que el canciller habría podido impedir su
publicación o mitigar sus rigores.
Benedicto XIII,
el papa Luna, reforzó los crueles preceptos del Edicto
–decretó la recogida de los libros sagrados de los judíos
españoles- en una bula que destila odio; y gran amigo de los Santa
María, encargó de la ejecución de sus preceptos a uno de los hijos
de don Pablo. El encierro de los judíos en las juderías y la
prohibición de que ejercieran sus habituales profesiones, oficios y
tareas y de que comunicaran con los cristianos, si no alegró a
muchos conversos, no pudo entristecerles demasiado; tales preceptos
apartaban de su camino la posible competencia de sus hermanos de
estirpe y les dejaba el paso franco para su fácil enriquecimiento.
Atenuó la violencia del Estatuto don Álvaro de Luna en 1443:
los judíos fueron autorizados a ejercer algunos oficios para
provecho de los cristianos y a servirse de éstos en otros para su
propio provecho. Y el privado de Juan II gozó de la enemiga de los
conversos. Corrieron los años, el apartamiento de hebreos y
“marranos” no produjo los frutos esperados. La gran mayoría de
los tornadizos siguieron practicando la religión mosaica en la
intimidad de sus hogares a veces sin rebozo. Nadie conocía mejor que
los conversos de sinceros sentimientos cristianos la doblez de los
otros. Y de entre ellos surgió la idea de que era preciso inquirir
la hipocresía y pertinancia de quiénes públicamente profesaban la
fe de Cristo y en privado se burlaban de ella.
Ese
descubrimiento y su condigno castigo, pensaron, podría servir para
atajar el mal y para conseguir su remedio. Amador de los Rios había
ya señalado la responsabilidad de los conversos, especialmente la de
fray Alonso de la Espina, en el surgir y en el corporizarse de la
idea inquisitorial. Américo Castro ha insistido con mucha erudición
y agudeza en la misma tesis –luego me ocuparé de ella al estudiar
el legado de los hebreos a España. Y hoy no cabe dudar de que la
inquisición fue una satánica invención hispano-hebraica; se
debería a los conversos la idea misma de su establecimiento; el
turbio denunciar de sospechosos tendría hundidas sus raíces en las
repugnantes denuncias de los malsines judíos, y los españoles
habrían redondeado la obra –añado yo- guiados por su agudo
sentido jurídico. Parece tener Castro razón al señalar la estirpe
hebraica del gran inquisidor Torquemada. La persecución de los
judíos y de los judaizantes –es justo confesarlo- fue grata al
pueblo. Vino a satisfacer sus viejas y sus nuevas sañas; su secular
odio contra los hebreos que le habían explotado y humillado y su
nuevo odio contra los cristianos nuevos que seguían explotándole y
humillándole y que, dueños de muchos de los resortes de la máquina
estatal, se mostraban, con él, mucho mas altaneros que sus
antepasados los judíos de los siglos XI al XV. Pero no sé si puede
achacarse a esa saña popular la responsabilidad del cruel desenlace
de la historia hispano-judía.
Durante el medio
siglo que precedió a la expulsión no se atenúan los ecos de la
tradicional hostilidad de las masas contra los judíos y atruena el
rumor de su nueva enemiga contra los conversos. Eran éstos quienes
suscitaban sus cóleras sangrientas; y fueron las proyecciones del
problema, insoluble, de la “herética pravedad” de los “marranos”
las que crearon el clima propicio para el trágico final. ¡Triste
suerte la de los modestos trabajadores de las juderías españolas!
La minoría oligárquica de hebreos que había trepado por las
escalas de la fortuna, había ganado para ellos el odio del pueblo:
por su avaricia, su riqueza, su lujo, su orgullo y su poder. Esa
minoría los había traicionado, se había hecho bautizar y los había
combatido, a las veces con ásperas palabras y con no menos ásperos
hechos. Y era ella, ahora, la que por su hipócrita doblez religiosa
atraía el rayo sobre toda la nación. Porque fue en verdad la
angustia encolerizada de la baja clerecía y de las gentes
fanatizadas por ella, ante la falsía y las burlas de los conversos,
la que empujó la triste historia de los judíos españoles hacia su
terrible desenlance. La inquisición descubrió la hondura de la
flaqueza judaizante de los marranos; unos veinte mil conversos se
acogieron en Castilla al Edicto de Gracia de 1481
reconciliándose con la iglesia; de tres mil pasaron los que
recibieron la penitencia del sambenito y cuatro mil fueron quemados.
Se centuplicó
la fuerza de la idea que hacía pender la definitiva catequesis de
los conversos de su total apartamiento de los hebreos fieles al credo
mosaico. Y aquella propuesta de destierro que recibió ya Alfonso XI
del futuro Maestre de Alcántara, Gonzalo Martín, y que apuntaron a
Enrique II los procuradores de las cortes de 1371, lanzada ahora y
sostenida con odio estrepitoso por el clero –tampoco tenemos
derecho a asombrarnos de que no fueran tolerantes en el siglo XV los
tan ingenuos como ignorantes clérigos hispanos- alcanzó a la postre
el asentimiento de los reyes. Llegó así el terrible y espantoso
desenlace final de la tragedia: el destierro. Ha sido siempre y sigue
siendo brutal y cruel el desarraigo de un hombre o de una comunidad
de hombres de su solar nativo. No son discutibles la crueldad y la
brutalidad de la expulsión de los hebreos de España; como no lo son
la barbarie y la monstruosidad de los otros forzados exilios de los
judíos de Inglaterra y Francia en la Edad Media, y mas aún, dada la
altura de los tiempos, las muchas persecuciones padecidas por los
hebreos en diversos países en fechas mucho mas cercanas a nosotros,
y en Alemania en nuestros mismos días. Pero tampoco es discutible el
horror que inspira al hombre normal el final sangriento de toda
tragedia real o fingida, y ese horror no basta a detener las leyes
fatales del juego trágico, ni en la vida de los hombres, ni en las
creaciones de su ingenio.
Así debemos
enfrentar la bárbara, cruel, brutal y horrenda culminación del
sombrío drama que había ido trazando el destino –hablo
metafóricamente: no creo en el destino, sino en Dios- en torno a las
relaciones de judíos y cristianos. Cualquiera que sea el horror que
nos inspire debemos enfocarlo históricamente como inevitable. No
había otra posibilidad de cortar el nudo trágico que había venido
apretándose durante cuatro siglos. Era imposible la prolongación
indefinida de aquella pugna feroz. Inglaterra y Francia no habían
hallado otra solución a una fricción incomparablemente menos
violenta; y durante el señorío de los Anjou, los napolitanos habían
puesto un final no mas suave al mismo enfrentamiento. De no haberse
decretado la expulsión se habría llegado a la matanza. La marea de
la saña popular había alcanzado una fuerza incontenible. Los judíos
podían comprar la tolerancia de los reyes, pero no podían apaciguar
la furia del pueblo contra ellos. ¿No podían? Habrían podido, sí,
pero dejando de ser ellos y los conversos como eran, y eso era...
imposible. Los reyes resistieron el odio del pueblo y eran, y eso
era... imposible. Los reyes resistieron el odio del pueblo y
–digámoslo de nuevo- de algunos conversos vehementemente hostiles
a sus hermanos de raza, mientras creyeron que la expulsión podía
perjudicar los intereses de sus reinos. Cedieron cuando en su
conciencia no hallaron un pretexto para enfrentar las oleadas de la
saña popular.
Dije antes que
las necesidades imperiosas de la reconquista habían determinado la
exaltación de los judíos hispanos a la posición preeminente que
ocuparon durante siglos. La reconquista los salvó también muchas
veces. El temor de los reyes a que emigrasen a tierras de moros
aquellos de sus súbditos que acumulaban rápidamente grandes
riquezas, de las que podían ellos disponer, a su albedrío, cuando
les viniera en gana, los movió con frecuencia a ceder a los deseos
de los judíos. Recordemos que Fernando III expuso al Papa claramente
su temor a que los hebreos volvieran a tierras islámicas, al
solicitar de él la necesaria autorización para no imponerles los
signos exteriores que se negaban a llevar. Fernando III cedió en
verdad a un auténtico chantaje; los judíos de Castilla acababan de
huir de las crueles persecuciones de los almohades y no habrían
vuelto a meterse en la boca del lobo. Pero sus apremios financieros
sugirieron al rey el temor de perder las posibilidades de explotación
fiscal de las aljamas y ese temor le inclinó a contemporizar. Se
engañó también, y se engañaron como él sus sucesores todos, al
juzgar que la acumulación de riquezas por sus súbditos hebreos
facilitaba sus empresas reconquistadoras o les ayudaba a salir del
pantano de la guerra civil en que muchas veces se hallaron hundidos.
Se engañaron porque esa acumulación de riquezas se hacía a costa
de la riqueza nacional.
Queda dicho y
probado que los judíos no creaban riqueza, la secaban. No
aventuraban sus caudales sino en préstamos fiscales o usurarios o en
el comercio al menudeo. No crearon ninguna industria, no financiaron
la formación de una marina nacional, ni siquiera se arriesgaron de
ordinario en el comercio marítimo, siempre expuesto a imprevisibles
pérdidas. Hacían sus fortunas como usureros, como revendedores o
como publicanos. Y los reyes al favorecerlos, por temor a que se
trasladaran a tierras de moros, en verdad ayudaban a esquilmar el
potencial de riqueza de sus reinos, haciendo difícil su
indispensable industrialización y el alto vuelo de sus empresas
mercantiles. Y lo que no era menos grave, al contribuir a monopolizar
en manos de judíos el negocio del dinero, le estigmatizaron como
pecado nefando, indigno de cristianos, y apartaron a sus súbditos de
las prácticas bancarias, creando en ellos un complejo difícil de
vencer; la mejor prueba de tal realidad estriba en que fuera de
España, en Nantes, por ejemplo, donde no podían ser avergonzados
por consagrarse a torpes negocios judaicos, los castellanos, según
Mathorez, se dedicaron al cambio y a la banca después de expulsados
los judíos de Bretaña. Y los reyes, al presentar las turbias
empresas usurarias y fiscales como caminos seguros de fácil y rápido
enriquecimiento, ofrecieron a los peninsulares menos escrupulosos y
de mayor audacia modelos poco dignos de ser seguidos y los apartaron
de las mejores rutas para el desarrollo de la vida económica
nacional.
Entre esas
desviaciones figuró la plaga que para esta supuso la devoción de
los españoles por los llamados “censos al quitar” de que luego
hablaré. Creo por todo ello –y no he de callar mi opinión aun a
riesgo de escandalizar a muchos y de incurrir en la excomunión mayor
de otros- que la expulsión de los judíos hispanos fue tardía.
Realizada un siglo y medio antes de 1492, habría cambiado la psiquis
de los españoles y la faz económica de España. El giro decisivo de
la historia de Inglaterra coincidió con la expulsión de los
hebreos: forzó a los ingleses a reemplazarlos en sus empresas
económicas y, al liberarse de su terrible ventosa, favoreció el
libre y creciente despliegue de su riqueza industrial y mercantil. Y
no lo digo yo, lo afirma Trevelyan. De no haber sido expulsados de la
Península cuando lo fueron al sur y al norte del Canal de la Mancha,
habrían, además vuelto a España cuando lo hubieran deseado, porque
no se habrían suscitado contra ellos los tremendos rencores de los
últimos tiempos de su vida entre nosotros.
Sí; la
inevitable expulsión de los judíos fue tardía, pero en verdad no
pudo realizarse antes. Porque sólo entonces, unidas Aragón y
Castilla, desapareció el peligro de que los expulsados de uno de los
dos reinos huyeran al otro y acrecentaran su población y su
potencial tributario. Porque sólo entonces, con la terminación de
la reconquista, dejaron los reyes de temer que su ida a tierra de
moros fortificara la fuerza económica y por ende la resistencia de
sus enemigos. Y porque solo entonces llegó al trono una reina
educada entre el pueblo, en medio de los labriegos de la tierra de
Arévalo, y por el pueblo ayudada con fervor para asegurar su realeza
vacilante, no solo participaba de la exaltada e ingenua sensibilidad
religiosa de las masas y de los sentimientos populares, sino que se
sentía obligada a defenderlos. Nunca los hubiera expulsado motu
propio don Fernando el católico, nieto de judíos por su madre
doña Juana Enríquez, como Castro ha recordado, y heredero de la
política tradicional de la doble serie de monarcas de Aragón y de
Castilla, a la par favorecedores y explotadores de los hebreos. Como
sus antecesores, utilizó a los judíos en calidad de agentes
fiscales y de agentes diplomáticos oficiosos, obtuvo de ellos
cuantiosas sumas para la guerra de Granada y los protegió contra los
desafueros de sus súbditos cristianos. En 1481 se dirigió con
acritud al prior de la Seo de Zaragoza por su violento proceder
contra quienes calificó de “cofres nuestros e de nuestro
patrimonio”: contra los judíos.
Fue Isabel, que
encarnaba y servía el sentir de las masas, la que primero decidió
el establecimiento de la inquisición contra los falsos conversos y
luego movió al rey a aceptar la idea de la expulsión de los judíos.
Éstos lo sabían muy bien y sobre ella descargaron sus odios los
cronistas y los escritores hebreos, tanto lo que permanecieron firmes
en su fe como los que apostataron. Abraham ben Salomón escribe, por
ejemplo:”Se encendió la ira de Dios contra su pueblo y lo expulsó
de las ciudades de Castilla por medio del rey don Hernando y el
consejo de su maldita mujer, la perversa Isabel”. La expulsión fue
bárbara y cruel y, por lo tardía, inoperante. Coincidió con la mas
insospechada coyuntura histórica que jamás se ha presentado a un
pueblo; y ese sincronismo lastró terriblemente el despliegue del
potencial psíquico y económico de España en el instante decisivo
de su historia.
Allí donde
emigraron los judíos y los “marranos”, unos y otros fueron,
naturalmente, terribles enemigos del pueblo que los había odiado. El
día que se examinen al por menor los daños que en todas las
actividades a su alcance –desde el espionaje a la financiación de
empresas militares- hicieron a España en momentos dramáticos y
decisivos de su historia moderna, y se registre su persistencia en la
violenta hostilidad hacia lo hispánico a través de los siglos –algo
sabemos ya sobre tales daños y sobre tal hostilidad, pero es tema
que merece un libro-, se comprenderá con qué razón he hablado de
cuentas saldadas. Nuestras persecuciones a los hebreos y sus hijos
los conversos de una parte y, de otra, su explotación por ellos del
pueblo español durante el medioevo, su sombrío legado a España al
salir de ella y sus sañas después de su expulsión, equilibran la
balanza.
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