A veces los contribuyentes resistían o
burlaban el pago: en una ocasión –reinando Sancho IV- sólo
gracias a la ayuda de los alcaldes pudieron los agentes fiscales
percibir los impuestos en Ávila; y en otra –durante el reinado de
Juan II- los campesinos abulenses quemaron sus eras para que los
recaudadores no pudieran tomarles su trigo. Y a fin de librarse de la
opresión fiscal los pecheros aprovechaban cualquier ocasión para
alcanzar un privilegio de hidalguía, aunque tuvieran que seguir
practicando oficios humildes –por ello aparecen hidalgos como mozos
de mulas en las huestes de Enrique IV el Impotente. Mientras los
pecheros eran explotados y arruinados por los agentes fiscales y
mientras caballeros, menestrales y labradores dejaban entre las
garras de la usura sus bienes, sus bestias de trabajo y hasta sus
propios vestidos, año a año crecía la riqueza de las comunidades
hebraicas peninsulares. Queda dicho que es posible seguir en los
documentos mozárabes de Toledo, de fines del siglo XII, el
enriquecimiento continuo de Ibn Xuxan, almojarife de Alfonso VIII; y
esas escrituras solo han guardado memoria de una parte pequeña de
los negocios jurídicos de los toledanos, puesto que se refieren a
los realizados por la minoría que había permanecido fiel a Cristo
desde la conquista de Toledo por los musulmanes en 711.
Solo mediante
extorsiones y abusos podían los publicanos judíos enriquecerse
fabulosamente. Ese enriquecimiento de los almojarifes hebreos fue
paralelo y sincrónico del también documentable de los hebreos
usureros. Gracias a los documentos mozárabes de Toledo conocemos,
por ejemplo, la cuantía de los beneficios obtenidos en las postreras
décadas del siglo XIII por muchos prestamistas judíos de la ciudad,
miembros de las familias mas ilustres de la aljama toledana: los
Nehemías, los Barchilon, los Estaleha, los Banu Ziza y los Xuxan.
Los vemos también devorar en colaboración la fortuna de sus
deudores convecinos y la de sus fiadores. E investigadores de los
archivos de protocolos, de diversas poblaciones de Aragón y de
Andalucía, brindan cada día nuevos datos sobre los sustanciosos
negocios crediticios de los hebreos de los siglos XIV y XV. El gran
historiador judío contemporáneo Baer reconoce que familias hebreas
arrimadas a la corte y beneficiadas por concesiones, monopolios,
inmunidades y exenciones, llegaron a ser poderosas y a constituir una
verdadera oligarquía. En esa aristocracia, dueña de las riquezas
–escribe Millás y Vallicrosa siguiendo a Baer-, hacía estragos el
averroísmo o racionalismo filosófico, tal como era profesado por
los mas extremados seguidores de Maimónides. “El contenido bíblico
quedaba [en ellos] reducido a un simple deísmo y lo demás se
explicaba por un simbolismo alegórico; la linea moral se deprimía...
vivían su vida de placeres en tratos inclusive con siervas o
mancebas moras o cristianas”.
El diván
poético, no hace mucho descubierto, de Todros Abulafia –uno de los
agentes fiscales de Alfonso X y de Sancho IV-, es testigo elocuente y
fiel, según los hebraístas, del epicureísmo escéptico y de la
acomodaticia moral de la clase pudiente judía. Y es seguro que en
cada ciudad o villa del reino –los hebreos no solían vivir en las
aldeas, entre los campesinos- se destacaría también el grupo hebreo
enriquecido. Esa oligarquía hebrea hacía ostentación de gran lujo,
se hacía servir por cristianos; y algunas de sus mas prepotentes
figuras, incluso por nobles. En la crónica de Alfonso XI se lee
:”aquel don Juzaf de Écija... que era almojarife del rey, traía
gran facienda de muchos caballeros e escuderos”, y Salomón ben
Verga escribe de él: “Tenía por ministros a los hijos de los
nobles, los cuales comían a su mesa, gozaba del servicio de
carruajes y caballos y cincuenta hombres le abrían paso en su
marcha”. Al conocer la conversión al cristianismo del rabino
burgalés Salomón ha-Leví –Pablo de Santa María-, su discípulo
y amigo Josué ha-Lorquí, luego también converso –Jerónimo de
Santa Fe-, escribió a su maestro una larga epístola en que trataba
de inquirir las causas de su mudanza; recueda en ella su última
visita a Burgos y dice: “Por aquel entonces ya habías comenzado a
ocuparte en los asuntos de estado y a proporcionarte carroza,
caballos y escolta especial”.
El Canciller
Ayala describe así la caída del almojarife de Pedro I: “mandó
prender en Toledo a Don Simuel el Levi su Tesorero mayor e su
privado, e del su consejo: e fueron presos él e sus parientes en un
dia por todo el Regno. E ovo del e Rey grandes tesoros, asi luego de
los que falló en Toledo, como después por tiempo. E segund se sopo
por verdad, fueron falladas estonce a don Simuel en Toledo ciento e
sesenta mil doblas, e quatro mil marcos de plata, e ciento e veinte e
cinco arcas de paños de oro e seda, e otras joyas e ochenta moros e
moras e moreznos [esclavos]. E ovo el rey de sus parientes de don
Simuel trescientas mil doblas”. Con esa fortuna bien podía un
almojarife real tener séquito de caballeros y escuderos –entre los
que formaban el séquito de don “Juzaf” de Écija figuró el
futuro Maestre de Alcántara, Gonzalo Martín. Pero si el rabino y
luego obispo de Burgos, apenas iniciado en los asuntos de Estado,
tenía ya carroza, caballos y escolta especial, es seguro que no
sería menor el fasto de los aristócratas judíos que en todo el
reino –recordemos el caso de los parientes del suave y melifluo don
Samuel ha-Leví- se enriquecían a costa del pueblo.
El historiador
judeo-español Salomón ben Verga reconoce el lujo desplegado por los
hebreos peninsulares y confirma con su testimonio las acusaciones de
las cortes. Hace al sabio Tomás decir al rey estas palabras: “Cuando
los judíos entraron en vuestros dominios venían como siervos y
desterrados, vestidos de andrajos, y continuaron muchos años sin
vestir trajes preciosos y sin mostrar deseo alguno de ensalzamiento
sobre los demás... y en aquel tiempo en que los judíos no
despertaron la envidia del común del pueblo, fueron queridos por
éste. Mas al presente los judíos se engrandecen; en cuanto uno de
ellos posee 200 doblones, trata en seguida de vestirse con trajes de
seda y a sus hijos de vestidos recamados, cosa que no hacen los
nobles aunque tengan una renta anual de mil doblones”. Mientras
fuera de España los judíos estaban obligados a vestir ropas
especiales o a llevar señales sobre sus vestidos, en las Cortes de
Jerez de 1268 Alfonso X trató de limitar el lujo de los hebreos
castellanos mediante este precepto: “Ningunt judio non traya penna
[piel] blanca, nin çendal, nin çapatos escotados en ninguna guisa,
nin silla dorada nin argentada, nin freno dorado nin argentado, nin
espuelas doradas nin argentadas, nin calças vermejas, nin pannos
tintos en pennas blancas con perfil de nutria, et non vistan
escarlata nin naranje, nin penna vera, nin armiño trayan, nin
cuerdas con oro, nin orofres, nin çintas nin tocas con oro, nin
çueco, nin çapato dorado, nin bocas de mangas con oro nin con
seda”.
Junto a la
riqueza y al fasto de los aristócratas judíos el pueblo topaba con
frecuencia con el inmenso poder y con el orgullo y la osadía que
habitaban en sus ciudades. Apenas subido al trono Alfonso X hubo de
conminar a los judíos de Badajoz a pechar al concejo las oncenas del
producto de sus ventas, porque se negaban a ello. En 1285 Sancho IV,
ante las quejas del concejo de Burgos, ordenó se hiciera pagar a los
judíos por las heredades pecheras que comprasen, como solía hacerse
en los reinados anteriores; y en 1295 mandó a los alcaldes, jurados,
jueces... del obispado de Ávila que obligasen a los judíos a dar
diezmo del pan y del vino por los bienes comprados a los cristianos,
pues durante la vacante de la mitra no lo habían pagado. En 1301
Fernando IV, que había otorgado a la ciudad de Burgos 12.000 mr de
la renta real de la aljama judía a cambio de Montes de Oca, donado
por él a doña Juan Núñez de Lara, mujer del infante don Enrique,
avisado de la resistencia de los hebreos a pagar al concejo, dispuso
cómo habían de ser compelidos a cumplir su mandato.
Castro ha
registrado una serie de casos en que judíos aragoneses y catalanes
se atrevieron a lanzar terribles blasfemias: En 1305 Açaç ben
Çalema escarneció a Cristo e irritó a los cristianos diciendo:
“adorades e tenedes por fillo de Dios omne concebido e feyto en
adulterio”. En 1318 Lope Abneseyl fue acusado de injuriar a Dios, a
la Virgen y a los santos. Antes de 1356 David de Besalú fue
condenado por proferir palabras injuriosas contra la fe cristiana. En
1367 estaba detenido en la cárcel de Mallorca Isaac Analde por haber
blasfemado de la Virgen. No se que fe puede otorgarse a las repetidas
acusaciones de sacrilegios con hostias consagradas y veneradas
imágenes que se lanzaron con frecuencia contra grupos de judíos
peninsulares a lo largo de los siglos; pero ante estos casos de
terribles blasfemias que documentos publicados por Baer acreditan, no
creo lícito negar de modo tajante lo fundado de algunas de ellas. No
olvidemos que los menestrales y comerciantes judíos hacían
ostentación de no respetar el domingo –las Cortes de Valladolid de
1351 pidieron a Pedro I que se les obligara a trabajar a puertas
cerradas, y el concejo de Huesca ordenó otro tanto en 1449. Y hasta
1486 los recaudadores judíos de Castilla se negaban a firmar las
escrituras de liquidación de rentas, si los escribanos las fechaban
consignando el año en que se redactaban.
Sólo
respaldados por el omnímodo poder de los suyos, protegidos por los
reyes y los grandes podían los hebreos de las aljamas mostrar tal
osadía. Era grande el orgullo de los judíos españoles. Mosé
Arragel de Guadalajara, traductor de la Biblia al castellano, dijo a
su mecenas don Luis de Guzmán, Maestre de Calatrava, que los hebreos
de Castilla “fueron los mas sabios, los mas honrados, que quantos
fueron en todos los reinos de la su transmigración (sic), en
quatro preeminencias: en linaje, en riqueza, en bondades, en
ciencia”, y añadió: “e por su dotrina oy son regidos los judios
en todos los reynos”. El mismo maestre censura a Mosé Arragel por
“su mucha altividad y soberbia”. Y Salomón ben Verga, en su Vara
de Judá, escribe: “Es reconocido por todos que los judíos son
los mas inteligentes y astutos de todos los pueblos”. Los soberanos
de Portugal, Castilla y Aragón, y los infantes y grandes de sus
estados dieron pábulo al acrecentamiento de ese orgullo, y a su
proyección social, con sus favores y mercedes a los hebreos y con
los cargos de confianza que les otorgaron. El historiador Salomón
ben Verga hace decir al sabio Tomás: “son odiados por el bajo
pueblo, y esto último tiene su razón justificante: los judíos son
soberbios y apetecen siempre mando: no piensan que ellos son unos
pobres desterrados que andan echados de nación en nación”.
En otro lugar de
la Vara de Judá escribe: “Por causa de su orgullo llegaron
los judíos en la ciudad de Toledo a tan gran dominio que herían a
los cristianos y se atrevían sus propios magnates a pregonar que el
judío que hiriese a un cristiano fuese juzgado por su propia ley
judaica”. Y entre las siete causas que señala a la gran cólera de
los españoles contra los hebreos: “La sexta –dice- es la
soberbia, pues se envanecieron algunos de nuestro pueblo y pensaron
mandar sobre los cristianos, los habitantes del país, siendo éstos
los señores”. Tenían razón los judíos hispanos para tal
ensoberbecimiento. Reyes y grandes los mimaban. Desde Alfonso VI en
adelante fueron sus consejeros los mas escuchados. Cuando los nobles
decidieron la conveniencia de casar a la infanta heredera doña
Urraca con Alfonso el Batallador de Aragón, no se atrevieron a
declarar directamente al rey su parecer; pidieron al físico y
privado de Alfonso VI, Yosef ibn Ferrusel, que le transmitiera su
consejo. Y, desde entonces, la extraordinaria ductilidad de su mente
y la asombrosa ductilidad de sus maneras dieron a los judíos una
tremenda influencia cerca de monarcas y magnates.
La cancillería
aragonesa conocía bien esa influencia; se han conservado la minutas
de cartas archiamables dirigidas a los almojarifes y físicos de los
reyes de Castilla por los soberanos de Aragón, cuando trataban de
negociar asuntos de interés en la corte castellana. El 19 de octubre
de 1329 Alfonso IV de Aragón escribía a don Yuçaf de Écija: “Don
Alfonso rey de Aragón a vos don Juceff de Ecija, almoxariff del muy
noble rey de Castiella, salut como aquel que queremos bien et de
quien mucho fiamos. Facemos vos saber, que agora destos dias nos vino
un accident de enfermedat, mas, loado sea Dios, somos guarido bien. E
enviamos vos lo decir, porque sabemos, que vos place de nuestra salut
e buen estado. E porque sabemos, que vos place de nuestra salut e
buen estado. E porque queriamos tomar algun placer con aquellos
juglares del rey de Castiella, que eran de Tarraçona, el uno que
tocava la xabeba et el otro el meo canon, vos rogamos, que quisedes,
quel dito rey nos enbie los ditos juglares, e gradecer vos hemos
mucho, e vos, que nos end faredes servicio”. ¿Cómo no habían de
ensoberbecerse quienes así eran tratados por los mismos reyes
cristianos? Don Yuçaf se atrevió a pedir a Alfonso IV que mandase
librar a los judíos aragoneses de llevar señales en sus trajes. ¿A
que no se atrevería cerca de su soberano, el rey de Castilla, y qué
no conseguiría de éste, cuando el aragonés se dirigía a él como
queda copiado?
Formaban parte
del consejo real; lograron que Fernando IV y Alfonso XI enfrentaran
órdenes pontificias –en casos que quedan antes registrados- no
obstante la habitual sumisión al papado de la realeza castellana;
consiguieron que los reyes rechazaran mas de una vez las apremiantes
y machaconas peticiones de las cohortes contra las deudas judiegas y
luego contra su presencia en la corte; salvaron a la grey hebraica de
la amenaza de expulsión que se cernió sobre ella a mediados del
siglo XIV; obtuvieron autorización para construir cuantas sinagogas
les vino en gana –en Sevilla había veintidós sinagogas en 1391- y
disposiciones legales a favor de su ortodoxia y de su culto –las
señalaré luego; mantuvieron en vigor la jurisdicción criminal de
los jueces judíos hasta 1379; lograron a veces medidas favorables a
los usureros suyos- de Fernando IV y de Alfonso XI, como queda
indicado –y, siempre, que no se cumplieran las medidas dictadas
contra ellos por todos los reyes a petición del pueblo; consiguieron
–caso único en Europa y aun en España- que sus hermanos de fe
prosiguieran exentos de llevar sobre sus vestidos los odiados signos
que atestiguaban su estirpe; y alcanzaron de continuo la protección
regia contra los desafueros de las masas populares.
No ha sido nunca
fácil el oficio de privado. Ha requerido siempre, con dotes de
inteligencia, tanta obsecuencia como astucia y el dominio de magias o
virtudes reverenciadas por el príncipe, o de técnicas y saberes por
él estimados o complementarios de los por él poseídos. Los
privados judíos a veces iniciaron la captación de la voluntad de
los monarcas durante su niñez o en los años tempranos de su
adolescencia –tal hicieron don Simuel de Bilforado con Fernando IV,
don Yuçaf de Écija con Alfonso XI y don Samuel ha-Leví con Pedro
I. Ejercieron profesiones o poseyeron artes o ciencias capaces de
atraer el interés de los príncipes- Yosef Ibn Ferrusel y Samuel
Abenhuacar fueron médicos, Yuçaf de Écija fue hábil músico,
Samuel ha-Leví fue astrólogo. Tuvieron ingenio sutil y gran
suavidad de maneras y supieron ganar a cada rey con la obsecuente
adulatoria miel de sus labios y sirviendo sus entusiasmos o
explotando sus flaquezas.
Conocieron bien
la vanidad y el gusto por el saber del Rey Sabio y colaboraron en sus
empresas de cultura y le halagaron con la iniciativa de marcar en su
reinado el comienzo de una nueva era. Ante la ira de Sancho IV, se
prestaron a llevar cartas amenazadoras contra los prelados del reino.
Ayudaron a doña María de Molina y a Fernando IV en sus angustias
fiscales. El ímpetu guerrero de Alfonso XI los movió a concederle
fuertes sumas de dinero para sus campañas. Y procuraron grandes
tesoros y adularon con inscripciones laudatorias a Pedro I, para
satisfacer su codicia desenfrenada de riquezas y su áspero orgullo.
Y con la voluntad regia supieron siempre ganar la voluntad de los
grandes señores: la de don Lope de Haro, exultante de poder, con los
recursos financieros precisos a su empresa; la de don Juan Manuel,
que veía traidores por doquier, con una acrisolada lealtad; la de
don Luis de Guzmán, Maestre de Calatrava, sirviéndole en sus
aficiones literarias y prestándose incluso a ilustrar con figuras
humanas la versión castellana de la Biblia... Y no dejaron de
adularlos sin escrúpulos: Mosé Arragel dijo al Maestre de Calatrava
que los judíos de Castilla habían sido los mas ilustres y sabios
del mundo “memorando la magnificencia de los sus señores”.
Para alcanzar el
favor regio y por ende el poder y la riqueza besaron muchas veces el
cuchillo que los había herido y adularon a quien los había
perseguido con saña. En 1369 Enrique II, para vengarse de la
fidelidad de los judíos toledanos a don Pedro el Cruel, decretó
medidas terribles contra ellos en un famoso y bárbaro albalá. El
terrible decreto del Rey Bastardo redujo a la miseria a la judería
toledana. El historiador hebreo José ben Zaddik de Arévalo escribe:
“La santa comunidad de Toledo fue oprimida extraordinariamente...
Sólo unos pocos sobrevivieron y les impuso el rey tributo tan
tiránico que no llegó a quedarles un pedazo de pan”. Meses
después de tan cruel medida algunos judíos, olvidando la triste
suerte de sus hermanos toledanos, se habían acercado a Enrique II y
habían conseguido su privanza. Y el mismo rey que había mandado
vender como esclavos a los hebreos de Toledo, nombraba al cabo
tesorero mayor al almojarife sevillano don Yuçaf Pichon, quien se
enriqueció en seguida de tal modo que, acusado por sus hermanos de
raza y encarcelado por orden del monarca, pagó en veinte días una
multa de cuarenta mil doblas de oro.
Pero si los
judíos se humillaban disimulando agravios, para seguir medrando en
poder y en fortuna, y los reyes claudicaban, para seguir ordeñando
la riqueza nacional por el dúctil y sutil instrumento de los hebreos
de su reino, el pueblo, que no entendía de humillaciones ni de
claudicaciones, no olvidó los daños recibidos de arrendadores,
agiotistas y usureros y, ganado por la cólera, ante la renovada
influencia de los judíos cerca de los reyes y los nobles, se dirigió
violentamente al Rey Bastardo. Las olas de la saña popular contra
los judíos comenzaban a encresparse. Con los zarpazos de los
usureros, de los agiotistas y de los recaudadores el pueblo debía
soportar los saetazos del orgullo de los advenedizos hebreos que
habían ganado la privanza de los reyes y de los grandes. Era ingrato
tener que sufrir exacciones y abusos crediticios, comerciales y
tributarios; eran mas duros de llevar los trallazos de la soberbia
hebraica. Aquéllos mermaban los caudales y los bienes, éstos
tocaban a la honra, y era ésta harto vidriosa en caballeros y
villanos, como queda comprobado antes. El orgullo castellano podía
vengar con desprecios los abusos y exacciones de prestamistas,
revendedores y publicanos, pero no podía tolerar, sin encenderse de
ira, el señorío sobre ellos de los mismos judíos que les cobraban
crecidos intereses usurarios, les vendían caras las mercadería y
les tomaban con creces sus cuotas fiscales.
Ese tener que
obedecerlos y hacerles reverencia, y no solo los particulares sino
las ciudades y las villas todas del reino, y ese estarles sujetos y
como cautivos, por el gran lugar y las honras que les veían tener en
las casas del rey y de los grandes, honras y oficios que les llevaban
a menospreciar incluso la fe cristiana, encendían la cólera del
pueblo. Durante los reinados de Alfonso XI y de Pedro I, los judíos
habían logrado escalar posiciones cada vez mas sólidas, al amparo
de los dos soberanos. Y por ello en 1371 los procuradores alzaron
airadas protestas, de violencia nunca igualada por sus predecesores,
contra aquella mala y atrevida gente que por su gusto sería
expulsada de Castilla y a la que era preciso en todo caso volver a
razón y apartar de las posibilidades de dañar y humillar a los
cristianos. Acostumbrados a navegar en medio de fuertes marejadas de
saña, los judíos de Castilla no se dieron cuenta de la altura
alcanzada por las olas del odio popular contra ellos ni de la
cerrazón anunciadora de la tronada próxima. Durante la guerra entre
don Pedro y don Enrique habían sufrido robos o muertes las aljamas
de Nájera, Miranda, Briviesca, Dueñas, Aguilar, Ávila, Segovia,
Valladolid... –lo afirma el rabí Samuel Zarza. Pero “Dios ciega
a los hombres cuando quiere perderlos”, dice el adagio castellano,
y esto ocurrió en seguida. Sordos al silbar del huracán, siguieron
adelante. Se creían seguros al amparo de reyes y señores. Tan
seguros que se atrevieron a lo que nunca se habían atrevido hasta
allí. Por alta y firme que hubiese sido su posición en la corte
ningún privado judío había osado jamás enfrentar la cólera
regia. Ahora un grupo de hebreos cortesanos se aventuraron a engañar
al soberano y a hacer degollar al mas destacado de entre ellos.
La codicia de
los oligarcas judíos había alcanzado tales proporciones que
rompiendo los ancestrales vínculos de solidaridad comunal que antes
habían unido a los grupos hebreos, había llegado a suscitar entre
ellos odios feroces. Queda registrada la enemistad que separó a don
Yuçaf de Écija y a don Samuel Abenhuacar, privados de Alfonso XI.
Unas décadas mas tarde otra rivalidad entre judíos terminó en un
asesinato. Don Yuçaf Pichon había sido denunciado por algunos
hebreos a Enrique II, de quien era almojarife mayor; el rey le
encarceló y le puso una multa de cuarenta mil doblas de oro; las
pagó, recuperó la gracia real y, para vengarse de sus denunciadores
–el Canciller Ayala no descubre el contenido de las denuncias que
provocaron la temporal desgracia de Pichon, pero no es aventurado
sospechar que versarían sobre cuestiones de intereses-, denunció al
príncipe a sus émulos. Juan I había ido a coronarse a Burgos.
Solían acompañar a la corte en sus desplazamientos trashumantes los
notables judíos que esperaban obtener del rey oficios o
arrendamientos y que junto a él oteaban posibles negocios futuros.
En Burgos estaban en 1379 Pichon y sus rivales. Acudieron éstos al
monarca y solicitaron de él un albalá para poder ejecutar a un
judío malsín. Don Juan accedió a su ruego, creyendo que trataban
de liberarse de un vulgar calumniador embarazoso.
Y los émulos
del almojarife mayor fueron con el alguacil del soberano a la posada
de don Yuçaf y lo hicieron degollar. Al conocer el rey su crimen
mandó matar a los tres principales culpables del suceso y suprimió,
para en adelante, la jurisdicción penal autónoma de que hasta
entonces gozaban las aljamas. El asesinato de don Yuçaf Pichon
muestra a las claras hasta dónde había llegado la osadía de los
potentados judíos: Mezclada con su codicia y con su orgullo
constituyó una tóxica pócima que envenenó sus relaciones íntimas
y quebró la mayor de sus fuerzas contra las frecuentes acometidas de
la saña popular: su solidaridad. Si deseais tomar venganza de los
judíos –le dijeron a un rey de Castilla, según Salomón ben
Verga- ordenad que se reúnan todos en una misma ciudad; pronto,
entregados a sí mismos, se matarán unos a otros. El mismo autor
hebreo refiere que en la Noche de la Expiación del mismo año de su
exilio, es decir, de 1492, los judíos españoles se hirieron entre
sí a golpes de cirio, disputando los asientos de la Sinagoga. Y
Salomón ben Verga termina así su relato: “Cosas parecidas suceden
frecuentemente entre nosotros”.
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