4-Los judíos
como agentes fiscales: La estampa ahora trazada de la usura judía
en la España medieval –estampa que irá detallándose y
ensombreciéndose a medida que avance la investigación de los
archivos locales- ayudará a desterrar la imagen dual- grata a los
estudiosos hebreos y a otros muchos enemigos de mi patria hispana- de
unos desdichados e inocentes judíos, bárbara e injustamente odiados
por los feroces e intransigentes cristianos españoles. A la rápida
ascensión de la saña popular contra los hebreos contribuyó también
su condición de almojarifes reales y de arrendatarios de los
tributos públicos, doble condición que en unión de la usura los
hizo dueños de la riqueza nacional.
Castro supone a
los judíos recaudando ya los impuestos en la España cristiana desde
los primeros tiempos de la Reconquista. Y atribuye esa intervención
de los hebreos en las finanzas hispano-medievales a la absoluta
incapacidad de los españoles para administrar su propia hacienda
pública; a una de las muchas incapacidades con que gratifica
generosamente a los peninsulares. Es forzoso datar en fecha mucho mas
moderna el comienzo de la actividad fiscal de los judíos en los
reinos hispano-cristianos, y es posible explicar su absorbente
intervención en la organización tributaria de los mismos –en la
de Castilla, sobre todo- por un complejo conjunto de coincidencias
históricas puramente casuales que nada tiene que ver con la supuesta
estulticia de los españoles. Me aprecio de conocer bien la
organización política y administrativa de los reinos de Asturias,
León y Castilla hasta el siglo XII. Durante ese largo plazo la
abundantísima documentación que he consultado no brinda –a lo que
yo recuerdo- testimonio alguno de la intervención de los judíos en
la recaudación de los impuestos de esos tres reinos que llenaron
sucesivamente la historia de la reconquista hispano-occidental. Las
rentas de los dominios reales y los tributos públicos fueron
recaudados por merinos y sayones; y cuando la organización municipal
fue adquiriendo importancia fueron apareciendo nuevos agentes
fiscales llamados “cogedores”.
Tampoco
intervinieron probablemente los judíos en la administración fiscal
de Al-Ándalus antes de la caída del califato. Ni hebraístas ni
arabistas han acreditado tal intervención y no alude a ella el mejor
conocedor de la organización política y administrativa de la España
musulmana, Lévi-Provençal; prueba segura de que no ha hallado
ningún testimonio que la abone. Comenzaron quizás a actuar como
almojarifes y recaudadores con los reyes de taifas. No es difícil
comprender cómo y por qué se inició esta mudanza. ‘Abd al-Rahman
III había utilizado los servicios diplomáticos de Hasday ibn
Xaprut, y es posible que también sus sucesores enviaran como
embajadores a algunos hebreos. Parece que durante los primeros
tiempos de las revoluciones los judíos cordobeses se declararon a
favor de Muhammad y que el triunfo de Sulayman los forzó a salir de
la capital de Al-Ándalus y a refugiarse en Granada, donde existía
desde antiguo una numerosa comunidad hebraica. En Granada se tallaban
poco después un señorío los Ziríes, caudillos de los feroces
berberiscos que habían asolado Córdoba. Ignaros y sin tradiciones
políticas y establecidos sobre un país hostil –a modo de un
ejército de ocupación- los taifas bereberes de Granada tuvieron
precisión de hábiles ministros que suplieran su incapacidad, y de
cuantiosos recursos que les permitiesen pagar buenas soldadas a sus
hombres de armas, los Sinhacha, como ellos, africanos, y que
constituían la única garantía de la perduración de su poder.
No podían
fiarse de la población musulmana de la zona, y menos aún de los
mozárabes del país; unos y otros destinados a ser víctimas del
Moloc de sus ambiciones tributarias. Y los Ziríes granadinos
buscaron entre los judíos de la antigua Iliberri sus consejeros y
sus agentes fiscales. Nada podía importar a los hebreos iliberitanos
ponerse al servicio del poderoso grupo berberisco que regía la
región, ni podían sentir escrúpulos en explotar a musulmanes y
cristianos, sus propios explotadores de siempre. Entre los judíos
que habitaban en Granada se distinguía un hombre extraordinario,
Samuel ibn Nagrella. Pronto llegó a ser el auténtico inteligente
gobernador del reino granadino. A su sombra y a la de su hijo, que le
sucedió en el gobierno, los judíos comenzaron a regir la hacienda
de los príncipes Ziríes. Y su racial disposición para la vida
práctica les permitió acreditarse pronto como excelentes
ordeñadores de las ubres de la riqueza del país. Los éxitos
fiscales de Samuel ibn Nagrella y de su equipo judío en Granada
debieron constituir tentadores ejemplos para los taifas de
Al-Ándalus. Como los Ziríes granadinos, todos necesitaban grandes
sumas de dinero: las necesitaron para sostener los ejércitos
mercenarios con los que se defendían de los otros reyezuelos sus
vecinos o con los que es atacaban.
Sin ellas no
podían mantener el ostentoso lujo de sus cortes pobladas de
parásitos y enriquecidas con bellas construcciones. Y pronto, las
precisaron también para pagar a los reyes o caudillos cristianos las
parias que les garantizaban –a lo menos temporalmente- contra sus
irresistibles ataques y razzias. Con los impuestos consentidos por la
ley canónica a los príncipes muslimes, éstos no habrían podido
jamás satisfacer la voracidad creciente de la gran tarasca de sus
gastos. Necesitaron saltar por cima de las prescripciones sólo
tradicionalmente exigidas de los dimníes o protegios
–cristianos y judíos- y otras varias imitadas de sistemas fiscales
extraños, algunas nunca recaudadas en Al-Ándalus. El gran polígrafo
cordobés Ibn Hazm acusó con violencia a los taifas de imponer
“contribuciones indirectas y personales sobre los cuellos de los
muslimes, dando a los judíos jurisdicción para que en las mas
frecuentadas vías de los musulmanes les cobren el impuesto de
capitación y el tributo, con la excusa de que a ello los obliga una
necesidad que (en ningún caso) puede hacer lícito lo que Dios mismo
ha prohibido, aparte de que con tales tributos aspiran sólo a
robustecer su autoridad en cuanto mandan y prohíben....
Esos tributos
–dice- son los siguientes: uno la chizya, impuesto sobre las
cabezas de los musulmanes; otro, dariba, impuesto sobre los
bienes, es decir, sobre el ganado lanar y vacuno, las bestias de
carga y las abejas, que consiste en un tanto por cabeza; y además
ciertas alcabalas que se pagan por todo lo que se vende en los
mercados y por el permiso o licencia que en ciertos lugares se
concede a los musulmanes para vender vino”. E Ibn Hazm anatemiza
estos impuestos contrarios a la ley divina y da consejos a los buenos
creyentes sobre cómo tranquilizar su conciencia ante el peligro de
pecado que les amenazaba, al tener que usar del dinero criminalmente
recaudado y luego lanzado, naturalmente, al torbellino de la vida
económica de los distintos reinos. Los musulmanes que así juzgaban
del mero uso del oro y de la plata obtenidos ilícitamente por los
reyes, no se sentirían de ordinario propicios a quebrantar la ley
coránica recaudando impuestos anticanónicos –los muslimes sólo
estaban obligados al pago del diezmo-, al servicio de aquella gavilla
de taifas libertinos y borrachos que Ibn Hazm califica ásperamente
de salteadores de caminos.
¿Qué
escrúpulos podían en cambio sentir los judíos en recaudar para los
reyes de Al-Ándalus las mas pesadas exacciones tributarias? Es
probable que su fértil imaginación discurriera incluso cómo
obtener nuevos recursos. Si no se inició así, así culminó a lo
menos la magnífica carrera de agentes fiscales de los judíos
peninsulares. Magnífica carrera que si en la misma Granada les costó
miles de muertos en los pogromos de 1066, les acarreó en los reinos
cristianos las feroces sañas populares que acabaron provocando su
ruina y su expulsión de España. En el reino astur-leonés los
judíos no desempeñaron ninguna función pública digna de recuerdo.
Ni siquiera fueron utilizados para cumplir misiones diplomáticas
difíciles, como fueron empleados a las veces por los califas de
Córdoba. El gran historiador andaluz Ibn Hayyan nos ha conservado
pormenorizados relatos de las embajadas cristianas recibidas por
Al-Hakam II, y por ellas sabemos que los reyes y condes norteños
enviaban a la corte califal abades o magnates, no judíos. Aparecen
éstos prestando servicios a los príncipes cristianos durante el
reinado del Alfonso VI. Se hicieron entonces frecuentes las
relaciones del soberano de León y Castilla con los reyes de taifas,
menudearon los contactos entre la corte leonesa y las cortes moras y
comenzó a aumentar en tierras cristianas el número de judíos que
habían vivido antes entre los musulmanes.
Al conquistarse
Toledo (1085) y otra serie de plazas del valle del Tajo, donde
habitaban desde antiguo comunidades hebraicas, y al iniciarse la
emigración al norte de los judíos andaluces, ante la creciente
inseguridad que reinaba en Al-Ándalus, Alfonso VI comenzó a tener
bajo su señorío numerosos hebreos que podían servirle de agentes
de enlace con los soberanos islamitas, y empezó a utilizarlos como
tales. Así se iniciaron las nuevas actividades públicas de los
judíos en Castilla. Supieron pronto ganar la voluntad de los
príncipes. Coincidió el comienzo de su privanza con una etapa de
crisis de las finanzas castellano-leonesas. Durante la segunda mitad
del siglo XI habían ingresado en el erario real de León y Castilla
las grandes sumas de oro y plata que los soberanos musulmanes habían
pagado regularmente a Fernando I y a su hijo Alfonso VI. La conquista
de la España musulmana por los invasores almorávides secó esa
saneada fuente de ingresos del fisco castellano. Las luchas contra
los nuevos señores africanos de Al-Ándalus exigieron a los reyes
cristianos grandes gastos. La política de prestigio de Alfonso VII
contribuyó en seguida a la sangría del tesoro real, porque para
conseguir el reconocimiento de su Imperio Hispánico concedió ricos
feudos de bolsa, es decir, grandes estipendios o soldadas, a sus
flamantes vasallos ultrapirenaicos.
Prosiguieron y
aun aumentaron los gastos al dividirse el reino castellano-leonés,
coincidiendo con la nueva invasión africana de los almohades. Los
recursos tradicionales del fisco no bastaron a llenar las imperiosas
necesidades militares de las dos monarquías, tanto menos cuanto
mayores eran los tradicionales del fisco no bastaron a llenar la
imperiosa necesidades militares de las dos monarquías, tanto menos
cuanto mayores eran los tradicionales despilfarros de los reyes, que
sin cesar donaban inmunidades fiscales y rentas y tributos públicos.
Y fue preciso alumbrar nuevos veneros de riqueza imponible y nuevos
ingresos. Las terribles persecuciones almohades contra los hebreos
andaluces aumentaron por entonces el volumen de la continua
emigración judaica a los reinos norteños. Los reyes cristianos la
favorecieron por aumentar la población de sus reinos y con la
esperanza de obtener, de sus nuevos súbditos, nuevos recursos
fiscales. Lograron las dos finalidades de su política filo-judía,
pero no consiguieron salvar su hacienda de la crisis que la
amenazaba.
Los apuros
fiscales de los soberanos de León y Castilla dieron nacimiento a las
cortes. Desde los días de Alfonso VI venían solicitando o
arrancando tributos extraordinarios a sus pueblos; en 1091 el
conquistador de Toledo obtuvo de sus súbditos la concesión de dos
sueldos por cada uno de los fundos habitados de su reino, y antes de
1141 el Emperador, vi vel gratu, recaudó diversos pechos y
pedidos a los ciudadanos de León. Se atrevieron a poner mano en los
bienes de la Iglesia: Alfonso VII extorsionó ya mil marcos de plata
en 1133 al tesoro del Apóstol y otras dos veces obtuvo del mismo
fuertes sumas; el monasterio de Sahún y la catedral de Lugo
sufrieron otros desafueros parecidos, y en 1212 Alfonso VII “ad
petitionem regni” consiguió que el clero de su reino le cediese la
mitad de sus ingresos. Como ni aun así lograsen equilibrar su
presupuesto, un día se decidieron a alterar la ley de la moneda
rebajando la cantidad de oro de los maravedíes que acuñaban. Pero
tal medida provocó la inflación, y entonces los representantes de
las clases contribuyentes –los procuradores de los concejos-,
llamados por los reyes a su curia, para evitar el alza del coste de
la vida otorgaron al príncipe un “servicio” en metálico –el
primer tributo votado en cortes- a cambio de la reuncia a su derecho
de acuñar moneda a su capricho.
Creó tal
concesión la necesidad de organizar una administración fiscal nueva
para la ordenada y rápida recaudación de la que, andando el tiempo,
cuando se convirtió en un recurso ordinario del tesoro real, llegó
a llamarse “moneda forera”. Las nuevas asambleas políticas
nacidas de la incorporación de los procuradores de los concejos a la
curia regia –las cortes- votaron nuevos subsidios a los reyes en
casos de emergencia. Es probable que los príncipes necesitaran sin
demora los “servicios” concedidos por sus pueblos, antes de que
terminara la fijación de las cuotas que correspondían a cada
ciudadano y antes también de la recaudación total del nuevo
impuesto, porque las amenazas y los ataques africanos no daban plazo
para largas esperas. Coincidieron estas novedades fiscales y estos
apremios del erario con las mas duras etapas de la lucha contra el
Islam y con la presencia en los reinos norteños de astutos y sutiles
hebreos, buenos conocedores de la organización tributaria de
Al-Ándalus y peritos en las tareas de recaudación. Y mientras los
reyes exigían de sus súbditos cristianos el máximo esfuerzo
guerrero –recordemos la presencia en la batalla de Las Navas de muy
importantes milicias concejiles y la colaboración de las mismas en
las conquistas que siguieron a la victoria de 1212 -, tal vez
arrendaron ocasionalmente la cobranza de algunos tributos votados por
las cortes a los expertos judíos que habitaban sus reinos. No es
imposible que de ellos obtuvieran sustanciosos adelantes en metálico
con los que hacer frente a los urgentes e inaplazables gastos de la
guerra; queda dicho que en su testamento Alfonso VII confesó deber
18.000 maravedís –de oro- a su almojarife Ibn Xuxan. Estos
anticipos acabarían por ganar la voluntad de los monarcas y su
confianza en las habilidades financieras de la grey hebraica.
He aquí cómo
por una serie de coincidencias históricas, ajenas a la capacidad o
incapacidad de los cristianos españoles para regir su hacienda
pública, empezaron a convertirse los judíos en agentes fiscales de
la monarquía. Durante algunas décadas la actividad integral de los
cristianos españoles se vertió en la lucha contra el moro. Las
grandes conquistas de las dos coronas de Aragón y Castilla y la
ocupación y repoblación de las extensas tierras ganadas al Islam
atrajeron la atención de las masas cristianas peninsulares hacia
empresas de tal importancia política y social que junto a ellas no
podía suscitar interés la articulación fiscal del reino. Pero
cuando cesó el torbellino de la guerra y se apagaron los últimos
ecos de aquella gran borrachera colectiva y los cristianos volvieron
los ojos hacia sus íntimos problemas nacionales, hallaron a los
hebreos infiltrados en las diversas jerarquías de la organización
financiera de la monarquía –como hallaron a los mercaderes
extranjeros señoreando el comercio nacional. Comenzaron en seguida
las protestas y el forcejeo populares contra aquella vejatoria
sujeción, pero les salieron al paso los apremios financieros y la
ceguera mental de sus monarcas, conjugados con la riqueza y el poder
alcanzados por los judíos entretanto y, sobre todo, con la falta de
escrúpulos de éstos para exprimir brutalmente a los contribuyentes.
Que yo sepa no
existe un estudio científico sobre la administración de la hacienda
pública en Castilla. Es tema que requiere una monografía. La vieja
organización hubo de ser superada. Cambió decisivamente el régimen
fiscal: la cada vez mas frecuente concesión de “servicios”, es
decir de tributos votados en cortes; el incremento logrado por los
ingresos de las aduanas a medida que aumentaba el comercio exterior;
la importancia creciente de los diezmos que pagaban los pastores a
compás que se desarrollaba la ganadería nacional, como consecuencia
de las facilidades que procuró a la trashumancia la conquista de La
Mancha, Extremadura y Andalucía; toda la serie de gabelas nuevas que
se obtenían de esta tierras y de Murcia... y de otra parte el
aumento ininterrumpido de los gastos: por la frondosidad nunca
frenada de la burocracia, por la complejidad cada vez mayor de la
política internacional y por el aumento ininterrumpido de los
gastos: por la frondosidad nunca frenada de la burocracia, por la
complejidad cada vez mayor de la política internacional y por el
aumento del número de soldadas vasalláticas como amargo fruto de
las guerras civiles; todo exigió una administración financiera cada
vez mas compleja.
Es posible
trazar un cuadro esquemático de la que rigió la hacienda pública
de Castilla durante el siglo XIII. Los documentos de carácter fiscal
de Fernando III, de Alfonso X y de Fernando IV, de antiguo
publicados, y los muy importantes de tiempos de Sancho IV que
Mercedes Gaibrois ha dado a la estampa hace no muchos años,
descubren que, como en toda la vida nacional, se distinguían en la
administración fiscal de Castilla las tierras viejas de las nuevas.
En las primeras no había circunscripciones fiscales permanentes: ora
coincidían con los límites de todo un reino –Galicia-, ora con
los de un obispado o una merindad, ora con los de un grupo de
concejos o con los de uno de solo ellos. Había un ejército de
agentes fiscales: empadronadores, cogedores –a veces llamados
diezmeros-, sobrecogedores, pesquisidores y contadores. Pero no
formaban una administración bien articulada y permanente. Esos
agentes eran nombrados ocasionalmente para el empadronamiento,
recaudación y recepción de cada impuesto. Como cogedores actuaban
gentes de la mas diversa condición, gentes que se movían en torno a
escribanos, despenseros, ayos, aguaciles, clérigos... y vasallos
reales; todos estos servidores de los reyes solían ser
sobrecogedores; y como contadores figuraban las personas de mayor
confianza del monarca: obispos, mayordomos o camareros reales.
Lo trashumante
de la realeza impedía la centralización de la administración
fiscal. Los cogedores y sobrecogedores rendían cuentas allí donde
la corte se encontraba, en cualquier lugar del reino: con frecuencia
en Burgos o Valladolid pero también en Toro, Sahagún, Cigales,
Mucientes, Quintanadueñas... Las tierras de vieja y vivaz tradición
musulmana estaban organizadas en almojarifazgos: hay noticia de los
de Toledo, Murcia, Cartagena, Jaén –con Úbeda y Baeza-, Córdoba,
Sevilla, Carmona, Jerez y Niebla. En cada uno existía un edificio
matriz de la administración; sabemos lo que costó la reparación de
algunos de ellos. Y por bajo de los almojarifes mayores había otros
menores cuyo radio de acción se extendía, a veces, a la
circunscripción de un solo castillo. En la zona norteña rara vez y
con frecuencia en la meridional –sobre todo en la frontera-
empezaron a arrendarse algunos tributos, a imitación sin duda de
viejas prácticas fiscales de la España mora, pues sabemos que ya en
el siglo X se arrendó en Córdoba el impuesto sobre el vino. En la
zona septentrional del reino figuran como arrendadores oficiales de
la corte y, con ellos: la viuda de un infante, obispos –los de Tuy,
Mondoñedo...-, canónigos, alcaldes... y, rara vez, judíos.
Ya desde el
siglo XII los reyes de Castilla empezaron a tener a su lado
almojarifes hebreos. Su misión temprana es difícil de fijar. Acaso
fueran a modo de áulicos consejeros financieros. En los días de
Sancho IV, cuya organización fiscal nos es bien conocida, el rey, la
reina y el infante heredero tenían cada uno su almojarife judío y,
sin embargo, el ejército de agentes fiscales del reino, de los
cogedores a los contadores mayores, eran cristianos. Y tomaban
cuentas los obispos de Astorga o Tuy y diversos altos funcionarios de
la corte. Fue por el portillo de los arriendos fiscales por donde los
judíos llegaron a asaltar y a copar la administración tributaria de
Castilla. Todavía durante el reinado de Alfonso X estaban muy lejos
de haber logrado dominar la máquina financiera del Estado. Así se
deduce de los conciertos realizados por el Rey Sabio en 1276-1277 con
don Zag de la Maleha, los hermanos don Zag y don Yucef hijos del
almojarife don Mayr, su cuñado Abraham ibn Xuxan y Roy Fernández de
Sahagún, formando grupos o compañías diferentes. Solo si la mayor
parte de los agentes fiscales del reino –desde Sierra Morena al
norte- eran cristianos, pudieron tales judíos arriesgarse a ofrecer
grandes sumas de maravedís por el arriendo de la percepción
coercitiva de los fraudes y atrasos que pudieran comprobar a los
recaudadores ordinarios de los tributos reales. Es muy dudoso que don
Zag de la Maleha y los otros hebreos esperasen barrer gran cosa donde
antes hubiesen barrido sus hermanos de raza. Y en efecto sus
arriendos de las penas fiscales se refieren a recaudaciones
ordinarias con habitual exclusión de los impuestos arrendados.
Por los
arrendamientos indicados sabemos, además, que el contador mayor –el
maestro Jacobo (¿el de las leyes?)- no era judío. Y consta también
que eran cristianos algunos de los arrendadores de los tributos
públicos. El tenor de los arriendos de don Zag de la Maleha y sus
socios o rivales, los familiares del almojarife don Mayr y Roy
Fernández de San Fangund, descubre también el camino por el cual
los agentes judíos del fisco real levantaron montañas de odio
contra sus hermanos de raza. Arrendaron primero los atrasos de los
contribuyentes en el pagar a los agentes fiscales y el de éstos en
el entregar al erario: de las contribuciones pastoriles, de las penas
por las dehesas y cañadas “rompidas”, de las caloñas (multas) y
homicidios de los pastores... Los recaudadores –entregadores- de
tales derechos habían de rendir cuentas a don Zag y sus socios y de
pagarles doblados los atrasos. Anuláronse los “pleitamientos”
realizados por los entregadores. Si algunos ricoshombre o caballeros
se interfiriesen en las actuaciones de don Zag, el rey había de
forzarlos a pagar. Los judíos citados arrendaron además la toma de
cuentas de los seismeros y cogedores de los servicios, fonsaderas,
martiniegas y otros pechos “cogidos” en los postreros años. El
maestro Jacobo y los otros contadores mayores cesarían en sus
funciones. Don Zag revisaría los padrones de los tributos,
controlaría las investigaciones realizadas por los “pesquiridores”
reales sobre la percepción de los tributos y los gobernaría en
adelante, podría indagar si los ricoshombres o los caballeros habían
cobrado de mas las soldadas que de los tributos percibían... Y había
de tomar doblados: atrasos, excesos y fraudes.
Arrendaron
asimismo las cuentas y la investigación de los fraudes que por
atrasos o hurtos hubieran podido cometer los recaudadores de las
tercias eclesiásticas: clérigos o laicos, quedando facultados para
percibir dobladas las sumas debidas por ellos. Y con las mismas
facultades penales arrendaron por último la investigación y el
castigo del incumplimiento, por los caballeros de las ciudades, de
los deberes que les imponía su condición privilegiada: algunos
acudían a los alardes con caballo prestado o con armas insuficientes
y sin embargo se eximían de impuestos y eximían a sus paniaguados o
servidores; otros recibían soldadas para acudir a la guerra y no
iban a ella o iban mal armados; otros cobraban indemnizaciones para
realizar viajes en servicio del concejo y no cumplían sus
comisiones; otro compraban las alcaldías o los oficios a quienes les
correspondía por insaculación o sorteo; otros, que ejercían cargos
públicos en los concejos, percibían soldadas superiores a las que
les correspondían por insaculación o sorteo; otros, que ejercían
cargos públicos en los concejos, percibían soldadas superiores a
las que les correspondían o tomaban yantares a contrafuero... Y la
investigación y el castigo de los fraudes fiscales de los pecheros;
de los excesos recaudatorios de las justicias concejiles y de los
merinos; de los atrasos voluntarios de los alcaldes de las tafurerías
y de las mil y una filtraciones que don Zag y sus socios o rivales
pudieran comprobar en el pago de los impuestos por los contribuyentes
o en su recaudación por los agentes del fisco... salvados siempre
los casos en que los impuestos, rentas gabelas o servicios hubieran
estado arrendados.
Los fraudes
fiscales son tan antiguos como las mas viejas y simples
organizaciones estatales y han perdurado hasta estos días en que el
absorbente Estado moderno penetra, con sus mil ojos, en las zonas mas
íntimas del cuerpo social y lo estruja, sin piedad, entre sus
innumerables tentáculos. Era imposible evitar filtraciones en la
organización fiscal de la Castilla del siglo XIII. Las altas
jerarquías de la máquina administrativa se cuidaban de descubrirlas
mediante agentes pesquisidores y sus numerosos contadores. Fue
diabólica la propuesta de don Zag de la Maleha y de los familiares
de don Mayr al Rey Sabio, de controlar y castigar todos los atrasos y
fraudes financieros del reino desde Sierra Morena al Cantábrico.
Alfonso X sucumbió a las tentadoras ofertas de unos cientos de miles
de maravedíes blancos –de plata- y entregó a los astutos y
temibles judíos y a sus asociados y agentes un poder inaudito: el de
espiar, acusar, penar a todos sus súbditos cristianos, desde los
ricoshombre a los caballeros villanos de las ciudades, desde los
alcaldes de los concejos a los clérigos, desde los ganaderos a los
jugadores... Don Zag de la Maleha y los familiares de don Mayr
necesitaban probar la realidad de los fraudes o atrasos fiscales de
los ricoshombres, caballeros, alcaldes, clérigos, pastores,
jugadores... y de los agentes fiscales.
La prueba de
tales filtraciones habría sido imposible para quienes no fueran don
Zag de la Maleha y los familiares de don Mayr. Solo ellos podían
estar seguros de lograrla; disponían de la mas formidable red de
espías que pudieran apetecer los modernos investigadores de los
delitos fiscales: los miembros todos de las aljamas judías de
Castilla que, por vivir en contacto con los contribuyentes, conocían
muy bien al pastor que había roto una dehesa, al clérigo recaudador
de las tercias reales que había defraudado, al noble que había
percibido una soldada excesiva, al caballero villano que había
acudido al alarde con caballo prestado, al que había comprado la
alcaldía, etc... etc... Sólo contando con esa formidable red de
espías y por estar seguros de la real protección pudieron los
judíos citados tomar sobre sí la odiosa misión que se
comprometieron a cumplir; misión a buen seguro no discurrida por el
Rey Sabio sino por la inescrupulosa voracidad de riquezas de los
hebreos de Castilla. Podemos imaginar la saña general que provocaría
en el reino contra los judíos ese omnímodo poder dado a algunos de
ellos para hurgar, espiar, acusar, condenar, multar a todos los
cristianos de la monarquía; de tal manera pareció insufrible tal
hurgamiento y espionaje a los castellanos, que el concejo de Burgos
consintió en dar al rey seis “servicios”, es decir, seis
tributos nuevos, a cambio de la renuncia por el judío don Juca
Pimientiella –agente de don Zag en tierra burgalesa- a la
insoportable investigación a que tenía derecho.
Y cabe sospechar
que pocos llorarían la muerte desastrosa (1279) de don Zag de la
Maleha, por orden del mismo soberano que por unos cientos de miles de
maravedís había en verdad vendido a unos hebreos la honra de sus
súbditos. A hebreos, uno de los cuales acabó traicionándole y
haciéndole sufrir la humillación de fracasar delante de Algaciras,
por haber entregado muchos millares de maravedís al infante don
Sancho, cuya estrella ascendía en el firmamento político del reino
a igual velocidad que descendía la del rey. La contabilidad de la
hacienda pública durante el reinado de Sancho IV acredita el mínimo
papel que los judíos desempeñaban todavía en la organización
fiscal de Castilla. El nuevo rey durante la época de privanza del
conde don Lope de Haro fue todavía mas lejos que su padre en el
entregar a un hebreo los recursos financieros de la monarquía. El 1
de junio de 1287 arrendó a don Abraham el Barchilon –es decir el
barcelonés- la acuñación de todas las monedas que se labraban en
el reino –le dio incluso facultad para acuñar moneda de oro-, los
servicios o impuestos del ganado, las entregas o
contribuciones de los judíos, los derechos sobre bienes mostrencos y
sobre herencias sin herederos, la saneada renta de la cancillería
real –don Abraham no pagaría en cambio ningún maravedí por las
cartas reales que necesitare para sus operaciones financieras-, la
explotación del argen vif (mercurio) de Almadén, las cuentas
y penas por atrasos y fraudes en la recaudación de los impuestos
vencidos, la pesquisa de los que pudieran cometerse en la del tributo
que se recaudaba a la sazón, la percepción de todas las deudas que
el fisco tenía que cobrar, los derechos y penas por las sacas
o exportaciones de las cosas cuya salida del reino estaba vedada, las
multas reales en que incurrieran los quebrantadores de los reales
privilegios o mandatos, la renta del hierro y de la sal en tierras
cantábricas, las usuras del reino de Murcia, los diezmos de los
puertos de mar y tierra, los atrasos en las tercias de los clérigos,
las rentas de la Frontera...
Todas las
fuentes de riqueza del erario y aun del reino quedaban por dos años
sometidas al control de don Abraham el Barchilon y con ese control
recibía también los mismos poderes de pesquisa –y por ende de
espionaje- y multa de cuantos se habían atrasado en el pago de los
impuestos o habían defraudado al tesoro, desde los magnates a los
pobres villanos. Otra vez un rey de Castilla entregaba la hacienda
pública a un judío y le daba la mas omnímoda potestad sobre sus
súbditos. En septiembre don Sancho legalizó en Toro la propiedad de
varias heredades del prior de Santa María d los Huertos de Segovia,
por hacer bien al monasterio “et otrosí porque don Abraham el
Barchilon otorgó esto ante nos quel plazie desta compusicion”. La
autoridad real no podía llegar mas bajo en el reino ni la de un
judío mas alto. Un año después, en junio de 1288, Sancho IV mataba
por su mano en Haro al conde don Lope, señor de Vizcaya, valedor del
Barchilon y poco después anulaba el arrendamiento y anunciaba su
anulación a las cortes para satisfacción general del pueblo. Pero
durante largos meses toda la máquina fiscal y toda la máquina de la
monarquía había estado en manos de un judío. Otra vez la debilidad
y la estulticia regias aliadas con la ambición de un hebreo
concitaron sin duda contra la grey hebraica de Castilla el odio
popular.
¿Incapacidad de
los peninsulares para regir su hacienda pública en contraposición a
los talentos financieros de los judíos españoles, como Castro
sostiene? No, un rotundo y tajante no. Simple torpeza y flojera del
monarca. Poseemos las cuentas del erario de Sancho IV en años
posteriores a la anulación del ominoso arriendo de 1287: las cuentas
de las dos zonas fiscales del reino, ahora divididas por Sierra
Morena. En la norteña apenas pueden destacarse algunos arrendatarios
judíos; se pierden entre el ejército de agentes fiscales y de
arrendatarios cristianos por cuyas manos corren los dineros del
reino. Asombra la minuciosidad y puntualidad con que diezmeros,
entregadores y sobrecogedores llevan sus cuentas y las rinden ante
los contadores reales, sin atrasos y sin fraudes y sin otra
recompensa que un 25 al millar de lo recaudado. Y el pormenor con que
hacen otro tanto los arrendadores judíos. A principios de 1294,
Alfonso Pérez de la Cámara, escribano del rey, y Garci Pérez,
despensero de la reina, declararon haber recibido de la renta de la
cancillería real, en un año, 275.000 maravedís; la arrendaron a
continuación don Todros ha-Leví, Mosé Falcon, don Abraham ibn
Xuxan y don Abraham el Barchilon y declararon “que non ovieron
ende... del primero dia de febrero acá, fata martes XXIII de marzo,
1.000 maravedís”. Y los mismos arrendadores hebreos fueron
declarando haber percibido cantidades muy inferiores a las que habían
ofrecido, incluso en ingresos donde difícilmente pudieron fallar en
sus cálculos. “De los cient mil mrs porque pleitearon de las
aljamas de los judíos dicen que recibieron ende XXV mil mr”,
declararon por ejemplo. En la frontera –Murcia y Andalucía-
fueron mas abundantes los almojarifes y arrendatarios judíos.
Sin embargo, de
las discutibles declaraciones de don Todros, Ibn Xuxan, el Barchilon
y Mosé Falcon –las objetó el receptor- y de los fraudes que
llevaron a la cárcel a un buen número de arrendatarios hebreos de
la Frontera, los reyes siguieron arrendando sus rentas y derechos a
judíos cada vez con mas frecuencia. Para hacer méritos cerca de los
reyes, aceptaban las tareas mas ingratas y comprometidas, tareas que
les atraían grandes enemigos; don Abraham ibn Xuxan, almojarifa de
doña María de Molina, se encargó en 1285 de investigar y recobrar
“las heredades pecheras que pasauan a los ricos ommes e alos
caualleros e alas ordenes e alos abadengos e alos clerigos de
religión e alos priuillegiados en cual guisa quier”; y para
cumplir su misión llevó cartas reales en blanco para cada uno de
los prelados de la monarquía, “e quatro generales para todo el
regno”. Ofrecían sumas crecidas por el arriendo de lo que ningún
cristiano se atrevía a pujar: la pesquisa y recaudación con multa
de los atrasos y fraudes fiscales. Al socaire de tales ofertas
solicitaban también el arrendamiento de las rentas públicas mas
saneadas y mas fáciles y seguras de recaudar: los derechos de la
cancillería, los diezmos de las aduanas y los pechos de los judíos:
así hicieron por ejemplo Todros, Mosé Falcon, Ibn Xuxan y el
Barchilon. Y procuraban además ganar la voluntad regia por el doble
camino: de su suave e insinuante poder de captación, que sin
esfuerzo lograba envolver en sus redes al rudo monarca, y del mas
escandaloso cohecho de los privados del rey.
“Con sus
dulces palabras que os parecen miel” los médicos judíos de los
reyes o de los grandes, sus familiares o amigos o quienes por
cualquier camino lograban acercarse al monarca, a un infante o a un
privado, antes o después, conseguían infiltrarse en la
administración fiscal del reino, ya como almojarifes ya como
arrendadores. Así llegaron a dirigir la hacienda castellana don Zag
de la Maleha, hijo de un almojarife del Rey Sabio; don Abraham el
Barchilon, protegido por don Lope de Haro, privado de Sancho IV; don
Samuel de Belforado, que consiguió ganar la voluntad de Fernando IV
cuando era aún infante; don Yuçaf Abdzradiel de Écija, recomendado
a Alfonso XI por su tio el infante don Felipe; don Samuel
Abenhuacar, médico del citado rey y luego émulo y rival de don
Yuçaf; Samuel ha-Leví, el hombre mas suave y melifluo de Castilla
en su época, capaz de haber ganado por la miel de sus labios al
cruel Pedro I, y otros varios.
De las
habilidades financieras de tales almojarifes no cabe dudar; ni de los
fraudes, engaños y daños que hicieron a los reyes a quienes debían
su fortuna. El cronista de Alfonso XI dice de éste: “Et porque los
de la tierra le avian dado muchas querellas en la cortes de don Yuzaf
su almojarife, desque el rey fue en Valledolit, mandó que tomasen
cuenta de este don Yuzaf, et en la cuenta alcanzaronle contías muy
grandes de aver. Et por esto el rey tírole el oficio del
almojarifadjo, et de allí adelante non fue en el su consejo”.
Ocurrieron estos hechos, no en 1327 como quiere Castro, para quien
don Yuçaf recuperó en seguida su puesto, sino a lo que sostiene
Ballesteros entre 1330 y 1331. Entra entonces en en escena el médico
Samuel Abenhuacar. La crónica de Alfonso XI dice de él que “dio
al rey cosa cierta en renta por la labor de las monedas, con
condición que podiese comprar el marco de la plata a ciento et
veinte maravedis”. Pero “por la osadia de la privanza con el
rey”, él y sus hombres “compraban las mercadorias en todo el
regno para traer plata. Et por esta manera encarecieron todas las
cosas a valer el tanto y medio de lo que solia: et duró esta careza
grand tiempo”.
Don Samuel
Abenhuacar arrendó, además las rentas reales de los almojarifazgos
de la Frontera (Andalucía). Pero don Yuçaf de Écija “veyendo la
grand ganancia que aquel don Simuel facia en aquellas rentas,
señaladamente en el derecho que se tomaba de la saca que facian los
moros”, y con la esperanza de recuperar la privanza del rey,
ofreció una suma mayor que la pagada por su émulo y consiguió
desplazarlo del arriendo. Mas don Samuel –prosigue la crónica de
Alfonso XI- para vengarse aconsejó al rey que prohibiese las
exportaciones de pan y ganados a tierras de moros; Alfonso lo
escuchó, dio un albalá suspendiendo las “sacas”, quebrantó así
sus “posturas” o pactos con el soberano de Granada y éste se
alió con el sultán africano contra el rey de Castilla.Y del
almojarife de don Pedro el Cruel, Samuel ha-Leví, sabemos que reunió
una inmensa fortuna en daño de los intereses del erario. Es dudoso
que los reyes ignorasen los fraudes y daños que sus almojarifes y
arrendadores judíos cometían –se los gritaban a la cara con
machacona insistencia las cortes año tras año- ni que desconociesen
su fabuloso enriquecimiento personal. Castro explica su persistencia
en seguir encomendando a los hebreos el regimiento de la hacienda
pública por la incapacidad de los cristianos para tal empresa. Y
cree haberlo demostrado. En apoyo de su tesis alega la respuesta de
Enrique II de Trastamara a la demanda de los procuradores de las
Cortes de Burgos de 1367.
“...alo que
nos dixieron...que auiemos mandado arrendar a judios las debdas o
albaguias que ffincaron, que deuien las çibdades e villas e lugares
de nuestros rregnos, non declarando lo que deuien los nuestros
arrendadore e cogedores; et que ssy esto así passase que sserie
nuestro deserrauiçio e gran despoblamiento dela nuestra tierra; et
que nos pedian por merced...quelo rrecabdase el nuestro tesorero e lo
mandassemos arrendar a christianos quales la nuestra merced fuese”.
“A esto respondemos que verdat es que nos que mandamos arrendar a
la dicha renta a judios, por que non fallamos otros algunos quela
tomassen, e mandamosla arrendar con tal condiçion que non
ffeziesen ssinrrazon a ninguno e que estouisen a ello vn alcalde e
omes nuestros para tomar las cuentas alos que deuieren las dichas
debdas... pero ssy algunos christianos quisieren tomar las dichas
debdas... pero ssy algunos christianos quisieren tomar la dicha
rrenta, nos gela mandaremos dar por mucho menos dela quantia quela
tienen arrendada los judios”.
Castro cree que
la primera frase por él subrayada –he subrayado yo luego las
palabras que él dejó de copiar- basta para establecer la precisión
en que los reyes se hallaban de encomendar a los judíos el
regimiento de su hacienda; les habría obligado a ello el desdén de
los cristianos hacia los problemas y las tareas fiscales. Pero se
engaña. La protesta de las cortes y la respuesta del rey se refieren
a la mas repugnante y a la mas difícil de las misiones que un agente
del fisco podía realizar. Recordemos lo dicho al comentar los
arriendos que en 1277 y en 1294 realizaron de la pesquisa y cobro de
los atrasos y fraudes fiscales del reino, don Zag de la Maleha y don
Abraham el Barchilon. Sólo gentes sin escrúpulos podían atreverse
a la innoble tarea de hurgar, espiar, acusar, castigar a cuantos se
habían atrasado y habían defraudado al fisco desde los caballeros a
los pastores y desde los alcaldes a los clérigos. Y un solo judío,
por disponer del ejército de espías de sus hermanos de raza, podía
confiar en obtener informes ciertos y pruebas sobradas de todas las
deudas que pudieran pesar sobre los contribuyentes cristianos. Por
eso ninguno de éstos se aventuró en 1367 –ni se aventuró antes
ni se aventuró después- a arrendar ni a recaudar tal “renta”. Y
las palabras que Castro dejó de copiar y que yo subrayo atestiguan,
con las precauciones que el rey tomó para evitar los abusos de los
arrendadores judíos, la habilidad financiera de los cristianos por
Castro negada, puesto que se encomendó a éstos la contabilidad de
las albaguías o deudas, una vez realizada por los hebreos la para
los castellanos repugnante tarea de descubrir y de penar los atrasos
y fraudes de sus conciudadanos.
Castro no ha
debido desconocer u olvidar que en 1349 caballeros y escuderos de mi
ciudad de Ávila obtuvieron el arriendo de los tributos votados a
Alfonso XI durante el sitio de Gibraltar. A mediados del siglo XIV
caballeros y escuderos abulenses se sintieron por tanto capaces de
arrendar la recaudación en todo el reino de dos tributos de la mayor
importancia y de muy difícil percepción y, para su desgracia,
supieron realizar con tanto éxito su tarea que en pocos meses
consiguieron ganar ciento cincuenta mil maravedís. Pero el mismo rey
que había dejado enriquecerse fabulosamente, en daño del tesoro, a
don Yuçaf de Écija y a don Samuel Abenhuacar y con ellos a una
cohorte de arrendadores hebreos y que fue capaz de dictar una
pragmática archifavorable a los usureros judíos de Castilla, apenas
supo -¿por quienes?- ¿por los habituales arrendadores hebraicos de
las rentas reales?- que los caballeros y escuderos abulenses ganaban
unas docenas de miles de maravedís, en pleno período de recaudación
y cuando ya habían efectuado a lo menos el primer pago –reléase
el pasaje copiado del cuaderno de cortes de 1351- mandó privarles
del arriendo.
Al demandar
justicia y gracia a Don Pedro, los agraviados dicen que su padre lo
hizo “por el grant mester en que estaua... con entençion deles
mandar ffazer emienda dello”. Pero no lograron la indemnización
prometida –el rey Cruel contestó a las cortes: “A esto respondo
que esta petiçion, que es especial e non tanne a los conçeios”- y
su triste experiencia no fue la mas propia para atraer a otros
caballeros y escuderos al arriendo y recaudación de los impuestos.
No, los reyes no encomendaban a los judíos el arriendo de las rentas
reales por la incapacidad de los cristianos para administrar la
hacienda pública. Hemos visto a fines del siglo XIII a los
cristianos integrando el ejército de recaudadores y de arrendadores
de los impuestos y gabelas del fisco real de Castilla y es increíble
que en medio siglo hubiesen perdido una habilidad que al filo del
1300 practicaban con éxito. Príncipes y señores –como los reyes,
los grandes encomendaban a los hebreos la cobranza de sus rentas-
hicieron de los judíos sus agentes fiscales, porque estaban seguros
de que nada los detendría en el estrujar y oprimir a los
contribuyentes y porque, si defraudaban, nada podía detener a reyes
o señores en el castigo de su delito. No es posible dudar de que
otro tanto ocurriría en las tierras del rey. Las cuentas de Sancho
IV dan noticia de algunos lugares que no podían pagar sus impuestos
y que estaban despoblándose.
Un arrendador
cristiano de las rentas reales podía además crear al rey
dificultades que no cabía esperar de los judíos. En 1291 el obispo
de Mondoñedo arrendó “el seruicio quarto dela sacada de y de
Mendonnedo por diez et ocho mill mr dela moneda dela guerra”, suma
de la que debía pagar 6.000 mr por Santa María de Agosto. El
prelado no cumplió su compromiso, el rey le conminó a hacerlo y
ordenó a su alcalde en Vivero para que le prendase a fin de poder
cobrar el primer plazo del arriendo; el alcalde no se atrevió a
cumplir el regio decreto y don Sancho hubo de retirar su orden al
alcalde y de amenazarlo con una multa de 100 mr y con su ira. Hemos
en cambio comprobado antes como fueron presos por sus albaguías
mas de media docena de morosos arrendadores judíos de rentas reales
en Andalucía en 1294. Y sabemos que fueron destituidos, y en algún
caso ejecutados –don Samuel ha-Leví lo fue por Pedro I- algunos
poderosos almojarifes hebreos. Para conceder el arriendo de un
impuesto o de una renta, reyes y señores exigían a los solicitantes
fuertes fianzas o muy solventes fiadores. El numerario del reino iba
concentrándose poco a poco en manos de los judíos por el camino de
la usura y de los negocios fiscales. Y eran los hebreos quienes mejor
podían disponer de fianzas suficientes o de fiadores bastante ricos
para ofrecer a reyes o señores las garantías requeridas.
A veces los
reyes obtenían de los poderosos magnates judíos empréstitos de
consideración con garantía prendaria de la recaudación de alguna
saneada renta del tesoro. En un magnífico y diabólico círculo
vicioso el arriendo de un impuesto enriquecía a un hebreo, su
riqueza le permitía prestar al soberano una suma de dinero, para
resarcirse de tal préstamo volvía a recaudar otra gabela, a acrecer
sus caudales, a conceder nuevos empréstitos... y así proseguían
ininterrumpidamente el movimiento circular que aumentaba la riqueza
de la población hebraica y el monopolio por ella de la recaudación
y arriendo de las contribuciones públicas. Los agentes fiscales y
arrendadores cristianos, aunque en menor proporción que los hebreos,
también se enriquecían –el canciller Ayala flagela sus cohechos-
pero de sus fortunas personales no disponía el rey cuando le venía
en gana, como disponía a las veces de los bienes de los recaudadores
hebreos. A la muerte del almojarife don Çuleman Pintadura, Alfonso X
se apoderó de los cuantiosos bienes que poseía en Sevilla y los
donó a la catedral.
¿Se comprende
ahora por qué los reyes prefirieron confiar a judíos la recaudación
y arriendo de sus impuestos y rentas? La recepción de tales
concesiones durante largas décadas llegó a crear una tradición y
llegó a otorgar un fétido olor a turbia función, solo digna de
judíos, al arriendo y recaudación de los impuestos, empresa que
llevaba aparejada la idea de la ominosa explotación fiscal del
pueblo. Los cristianos se fueron apartando de tales tareas como
impropias de ser realizadas por gentes de limpia conciencia. Y al
cabo del tiempo los judíos llegaron a monopolizar, no solo la
recaudación y el arriendo de las rentas del fisco, sino las de
cualquier otros pechos o tributos, incluso el arriendo y recaudación
de los impuestos y gabelas de los mismos concejos que habían
protestado muchas veces contra la intervención de los judíos en el
manejo de la hacienda real de Castilla. Desde que Alfonso XI encargó
del gobierno de los municipios a un grupo de regidores y a medida que
aumentaron las veleidades señoriales de ese grupo rector de la vida
concejil, fue mas fácil a los hebreos asaltar esa última fortaleza;
con la ganzúa de sus ofertas ventajosas, de sus buenas finanzas o
sus excelentes fiadores, de su fácil castigo si cometían fraudes
fiscales –era mas difícil encarcelar a un clérigo, a un escribano
o un caballero poco escrupuloso que a un judío fullero- y del halo
sombrío con que recaudadores y arrendadores aparecían ante la
opinión pública.
Hacia la misma
época en que los judíos se acercaban al total monopolio de las
tareas fiscales, empezaron éstas a ser realizadas en ciudades y
villas por los mismos sujetos que practicaban la usura. Y esa
conjunción, en las mismas personas, del doble oficio de usurero y
arrendador de rentas públicas –médicos, prestamistas y
arrendadores de impuestos fueron, por ejemplo, Samuel Cohen, del
Puerto de Santa María, y Aben Ruiz, de Jerez de la Frontera- acabó
alejando a los cristianos de la práctica del último. Pero como si
la función crea al órgano, el órgano cuya función cesa se
atrofia, al cabo de décadas y décadas de apartamiento de las
actividades fiscales los cristianos fueron olvidando el
funcionamiento de la máquina financiera del reino, que todavía
manejaban casi integralmente a comienzos del siglo XIV. No fue de los
hebreos toda la culpa. Los reyes les buscaron como excelentes perros
de presa para arrojarlos sobre los bienes de sus súbditos. La
expulsión de los judíos hispanos cuando los expulsaron ingleses o
franceses habría mantenido en función las habilidades financieras
de los peninsulares y las habría fortalecido y afinado. Habría
bastado quizás con que, durante los decenios decisivos, dos reyes
como Alfonso XI y Pedro I no se hubieran dejado ganar por el apetito
de caudales –el primero, digámoslo en su descargo, en parte
apremiado por sus empresas militares contra los musulmanes y el
segundo por pura sed de riquezas- y no hubiesen favorecido
desaforadamente la dominación de la hacienda real por los judíos.
En la segunda
mitad del siglo XIII, cuando todavía la administración del erario
estaba en manos de cristianos, triunfaban en el comercio de
importación y exportación los extranjeros –lo acreditan las
Ordenanzas del Rey Sabio-, y dos siglos después los castellanos
habían logrado llegar a ser excelentes mercaderes –acaba de
probarlo María del Carmen Carlé. Mas fácilmente habrían podido
conservar la rectoría de su hacienda, si sus reyes hubieran
escuchado las repetidas quejas populares. Habrían además logrado
poner sordina a las sañas del pueblo contra los hebreos: “Nos
dixieron –dice Enrique II contestando a una petición de las Cortes
de Burgos de 1367- que todos los delas çibdades e villas e lugares
de nuestros rregnos, que touieron quelos muchos males e dapnos e
muertes e desterramientos queles venieron en los tiempos pasados que
fueran por consejo de judios que fueron priuados e offiçiales delos
rreyes passados que fueron ffasta aquí, por que querien mal e dapno
delos christianos; et que nos pedien por merced que mandassemos que
en la nuestra casa nin dela reyna mi muger nin delos infantes mis
ffiios, que non ssean ningunos judios oficial nin físico, nin ayan
officio ninguno”. Fue ese cerco de los reyes por los físicos,
almojarifes y oficiales judíos, de palabras dulces como la miel, el
que a la par dañó a Castilla y a los mismos hebreos.
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